sábado, 4 de septiembre de 2010

DOMINGO XXIII (San Lucas 14, 25-33)


"En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo:

--Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: "Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar." ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío."

El futuro está… en el odio:

"Jesús lo dijo así: “Si uno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.
Los responsables de la versión litúrgica del texto, al transformar un explícito «odiar» en un supuesto «posponer», han rendido un homenaje impensado a la radicalidad hiriente del evangelio.
Me quedo con lo que hiere, “odiar”, porque en esa acción escandalosa vio Jesús una norma para discernir entre quienes se acercan a él por casualidad, por curiosidad, por beneficiarse de su poder, por conocer su doctrina, y quienes optan por ser de verdad sus discípulos.
El evangelio no me pide que odie al enemigo, sino que odie lo que amo, lo que más amo, desde mi padre y mi madre hasta mi propia vida.
Algo dentro de mí va diciendo que ese odio es todo amor. Algo me dice que mi padre y mi madre, por amor, odiaron la propia vida para proteger la mía. Algo me dice que los mártires de la fe, por amor, odiaron la propia vida y la entregaron a Cristo Jesús y a quienes los martirizaban. Algo me dice que Jesús de Nazaret, por amor, odió su vida para que yo pudiese vivir. Algo me dice que la Eucaristía, sacramento del amor que Dios nos tiene, es al mismo tiempo sacramento del odio que se nos exige, pues en este divino misterio se nos entrega por entero quien nos ama, y sólo si nos odiamos para amar, sólo si renunciamos a poseernos y nos damos a quienes amamos, podremos ser en verdad discípulos de aquel a quien nos hemos acercado en la comunión.
Bajo esta luz se puede releer la carta de Pablo a Filemón: “Yo, Pablo, anciano y prisionero por Cristo Jesús, te recomiendo a Onésimo, mi hijo… Te lo envío como algo de mis entrañas… Quizá se apartó de ti para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor, como hermano querido. Si yo lo quiero tanto, ¡cuánto más lo has de querer tú, como hombre y como cristiano!” Es como si el apóstol estuviese diciendo a su amigo: «Odia y ama», «ódiate a ti mismo y ama a tu esclavo». Ese odio que libera al hombre para el amor, es condición de futuro para el que ama, para el que es amado y para el mundo. Paradojas del amor: El futuro está… ¡en el odio!"
Feliz domingo.

+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo de Tánger

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