domingo, 25 de agosto de 2024

¡FELIZ DOMINGO! 21º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

 San Juan 6, 60-69

       “En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?»

     Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.»

     Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.» Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.

       Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?»

     Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.»”

 

Y él preguntó: “¿también vosotros queréis marcharos?

 

Hoy lo escucharemos dicho para nosotros: “Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quién queréis servir”; y será igualmente de hoy para nosotros la pregunta de Jesús a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”; imperativo y pregunta que dejan a Dios en nuestras manos.

Considera el misterio de la cercanía de Dios a su pueblo: hablamos del Dios que, a aquel pueblo y a sus padres, los había sacado de la esclavitud, el que a la vista de todos había hecho grandes signos, el que había protegido a aquel pueblo en los caminos que habían recorrido, y ahora es el Dios a quien los hijos de aquel pueblo pueden rechazar, abandonar, olvidar… el Dios a quien ahora pueden escoger y luego traicionar…

Considera el misterio de la encarnación: hablamos del Dios que nos dio el pan del cielo, el pan de la vida, el que nos dio a su Hijo para que tuviésemos vida eterna, el que en su hijo nos reveló cuanto tiene que decir y nos dio cuanto tiene que dar, y ahora es ese Hijo el que nos pregunta: “¿también vosotros queréis marcharos?

Y no olvides tampoco el misterio de la eucaristía que estás celebrando, en el que recibes el pan del cielo, comes el pan de la vida, se te da aquel Hijo único que es sacramento del amor con que Dios te ama… No lo olvides, Iglesia convocada para la eucaristía, porque también en tu asamblea escucharás la pregunta que aquel día se hizo a los Doce: “¿también vosotros queréis marcharos?

Fíjate en las resonancias que evoca en el evangelio de este domingo el verbo “marchar”. Verás que suena a “no creer”, a “echarse atrás”, a “no volver a ir con Jesús”. “Marchar” significa romper una relación que implicaba cercanía, escucha, adhesión, confianza, fe, esperanza, amor: significa dejar atrás todo eso. “Marchar” significa dejar atrás a Jesús.

Entonces intuyes también las resonancias que dejan en tu corazón el verbo “creer”, o ese lema del discípulo que es “seguir a Jesús”, o ese verbo de tu eucaristía que es “comulgar”, o ese verbo de la antigua alianza que era “servir”. Entonces puedes decir con la ingenuidad de Pedro: “Señor, ¿en quién vamos a creer, a quién vamos a seguir, con quién vamos a comulgar, a quién vamos a acudir?” Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. Y puedes decir también desde tu pobreza: “Señor, no tengo adonde ir”. Y si lo quieres decir como siempre lo has dicho, todo tu ser irá diciendo: «Creo en ti, Señor, me voy contigo, Cristo Jesús, hasta que me quede a vivir en ti, hasta que te quedes a vivir en mí, hasta que los dos seamos uno solo, hasta que la muerte nos deje unidos para siempre

Escojo “servir” al Señor, al que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo para hacerse servidor de todos. Escojo “servir” al que, sobre la mesa de la Iglesia se hizo pan del cielo, pan de vida eterna para todos. Escojo servir al que “amó a su Iglesia y se entregó por ella, para consagrarla y para colocarla ante sí gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada”. Escojo “servir”, que es mi modo de decir: escojo “amar” al que antes “me amó hasta el extremo”, al que antes me sirvió y dio su vida por mí.

Entonces la voz de Jesús se me hizo voz de pobre, voz de pobres, voz de migrantes en caminos de muerte, voz dirigida a quienes aún nos confesamos discípulos suyos: “¿también vosotros queréis marcharos?” Y supe que no podía ser su discípulo si no lo amaba en su cuerpo pobre, en su cuerpo de crucificado, en el misterio de su encarnación en los necesitados de justicia.

La eucaristía que celebras, es memoria del amor con que Dios te ama, y es escuela del amor con que has de amar.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 18 de agosto de 2024

¡FELIZ DOMINGO! 20º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

San Juan 6, 51-59                                      

    "En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.

    Disputaban entonces los judíos entre sí: ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?

    Entonces Jesús les dijo: Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come de este pan vivirá para siempre."

 

Venid a la escuela del amor

 

La Sabiduría se ha construido su casa… ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado sus criados para que lo anuncien… Venid a comer mi pan”.

Para la fe de la Iglesia, la imagen del banquete que la Sabiduría ha preparado, se hace realidad en el misterio de la Palabra de Dios que a todos se ofrece en la encarnación y en la eucaristía: la Palabra que existía en el principio, entró en el tiempo; la Palabra que era Dios, se hizo hombre, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo; la Palabra del Altísimo, se abajó para hacerse de todos en Cristo Jesús, en su persona, en su vida, y en esa memoria real y verdadera de su persona y de su vida que es la eucaristía.

Hoy la Sabiduría nos dice: “Venid a comer mi pan”. Y Jesús nos dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan, vivirá para siempre”. Ése es el pan que, en aquel tiempo, se ofreció a los que encontraron a Jesús en Cafarnaún; y ése es el pan que hoy, en la celebración de la eucaristía, se ofrece a los bautizados: el pan de la Sabiduría, el pan del cielo –el pan de Dios-, el pan de la Vida, ¡Cristo Jesús!

No lo entendieron entonces los que escucharon a Jesús; puede que no lo entendamos ahora tampoco muchos de los que aún “acudimos a la eucaristía”. Aquéllos se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Y nosotros, aunque no nos preguntemos cómo puede éste darnos el cielo y la vida, nos refugiamos en viejas sacralidades, legalidades, seguridades, rigideces, con las que, a un mismo tiempo, nos dispensamos de amar y nos protegemos de una divinidad fría, distante, vigilante, huraña y peligrosa…

Si has oído a la Sabiduría que dice: “venid a comer mi pan”, si has oído a Jesús que dice: “yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”, la fe ha entendido que ese pan, para hacerse tuyo, “ha bajado del cielo”, ha descendido hasta ti, y no lo ha hecho con medida, sino que ha recorrido la distancia sin medida que separa la categoría de Dios y la condición humana: la Palabra que era Dios se hizo hombre, se hizo fragilidad humana, vulnerabilidad, mortalidad, se hizo sal de la tierra, luz del mundo, se hizo siervo de todos, arrodillado a los pies de todos… hasta dar la vida por todos…

La fe entiende que, para ser nuestro pan, para ser nuestra Sabiduría, para ser nuestra vida, el Señor instituyó el sacramento de la eucaristía. Celebrando este sacramento, respondemos a la invitación que se nos hace: “Venid a comer… Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”. Celebrando este sacramento, aprendemos Sabiduría, comemos el pan de vida, el pan del cielo. Celebrando este sacramento, aprendemos a bajar con Cristo Jesús, a servir como Cristo Jesús, a amar como él nos amó.

El mundo tiene hambre de ese pan. El mundo tiene necesidad de Cristo Jesús. El mundo tiene necesidad de los discípulos de Cristo Jesús.

El mundo tiene necesidad de amigos de la vida.

Para el mundo y para nosotros la vida está en el amor que se nos ha revelado en el misterio de la encarnación, y que aprendemos en el misterio de la eucaristía.

“Venid a comer mi pan”, venid a la escuela del amor, a la escuela de Cristo Jesús, para llevar al mundo el evangelio que necesita, para llevarle sabiduría, vida, esperanza, paz, pan de Dios…

Venid para llevar al mundo el amor que habéis aprendido escuchando y comulgando…

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

domingo, 11 de agosto de 2024

¡FELIZ DOMINGO! 19º DEL TIEMPO ORDINARIO Y SOLEMNIDAD DE NUESTRA SERÁFICA MADRE SANTA CLARA

 


San Juan  6, 41-51

        « En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»

       Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios."

Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
        Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»

 

¡Levántate y ama!

 

 Vivid en el amor”. Lo que se nos propone parece una dirección: _ ¿Dónde vives? _Vivo en el amor.

En realidad, el que nos dijo: “vivid en el amor”, sin dejar de indicar dónde nos encontramos,  indicó el destino al que hemos de llegar y el camino por dónde hemos de ir.

Necesitamos recuperar lo esencial de nuestra fe, eso que nada puede substituir, aunque en nuestra debilidad lo hayamos intentado substituir con casi todo: con ritos, devociones, tradiciones, postraciones, esclavitudes, miedos… Nada puede substituir la comunión con Cristo Jesús: “permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí… Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor… Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”.

Jesús lo había dicho así. Ahora el apóstol lo propone así: “Vivid en el amor como Cristo nos amó”.

El que de ese modo nos invita, da por supuesto que los bautizados en Cristo hemos conocido el amor con que Dios nos perdonó en Cristo Jesús, hemos conocido el amor con que Cristo Jesús se entregó por nosotros a Dios, hemos conocido el amor más grande que se puede conocer, que es el de aquel que da la vida por sus amigos. Y porque en nosotros se supone ese conocimiento, se da por supuesto también que hemos de imitar ese amor: “Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.

No nos salvará ninguna esclavitud por muy religiosa que pueda parecer: Se trata sólo de que seamos “imitadores de Dios”, y de que lo seamos “como hijos queridos”. Se trata de que “vivamos en el amor, como Cristo nos amó”, como nos amó el Hijo más querido, como nos amó el que “se entregó por nosotros a Dios”.

Y no digas que el ejemplo que has de seguir se ha quedado muy lejos de ti en el tiempo, porque la eucaristía que celebras es el sacramento del amor con que Cristo te ama, con que Cristo se te entrega, con que Cristo se hace tuyo, con que Cristo te lleva consigo al Padre…

El apóstol lo dijo así: Cristo “se entregó a Dios como oblación y víctima de suave olor”; y tú lo entiendes así: Cristo se nos entrega como “pan vivo que ha bajado del cielo”, para que comamos de él y vivamos para siempre.

Nada se nos pide, que antes no se nos haya dado. A quienes se dice: “sed buenos, comprensivos”, son los mismos a quienes se acaba de decir: “gustad y ved qué bueno es el Señor”. A quienes se nos pide que perdonemos, se nos recuerda que hemos sido perdonados.

Escucha, Iglesia echada bajo la retama y dormida, Iglesia cansada, escucha la palabra del mensajero de Dios: “¡Levántate, come! Recuerda, escucha, comulga, aviva la memoria del amor con que eres amada, imita lo que recuerdas, vive lo que comulgas, cumple lo que escuchas… Levántate y ama…

El camino es superior a tus fuerzas”: te espera un mundo enfermo de amargura, de violencia, de crueldad, de arrogancia, de maldad… Te espera un mundo desanclado de tierra, a la deriva y abandonado en un mar infinito. “¡Levántate, come! Levántate, aprende de tu Dios, que te dio a su único Hijo; aprende de ese Hijo, que te amó hasta el extremo; aprende de la eucaristía que celebras, sacramento de aquel amor divino, de aquella entrega humana… No eres la depositaria orgullosa de verdades eternas, sino la aprendiza humilde de un amor eterno… Levántate, Iglesia cuerpo de Cristo, ¡levántate y ama!

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 4 de agosto de 2024

¡FELIZ DOMINGO! 18º DEL TIEMPO ORDINARIO

 


San Juan 6, 24-35


      “En aquel tiempo, al no ver allí a Jesús ni a sus discípulos, la gente subió a las barcas y se dirigió en busca suya a Cafarnaún.

      Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?»

        Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él.»

 Le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?»

Jesús les contestó: «La obra de Dios es que creáis en aquel que él ha enviado.»
«¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron– para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: "Dios les dio a comer pan del cielo."»

         Jesús les contestó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo.»

        Ellos le pidieron: «Señor, danos siempre ese pan.»

       Y Jesús les dijo: «Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed.»”

 

Los pobres, nuestra salvación:

 

 Lo que oímos y aprendimos, lo contaremos a la futura generación”.

A decir “Padre nuestro”, a confiar en Dios, a tener responsabilidad ante Dios, lo aprendí de mis abuelos, de mis padres, de mis maestros, de mis catequistas.

Cosas asombrosas de Dios las leí en la Historia sagrada.

A bajar crucifijos de las paredes para dar alivio al Señor crucificado me lo enseñó el que todo lo sabe, aunque yo no sabía para qué me lo enseñaba.

Luego, de franciscanos y benedictinos, aprendí cosas de Dios en la Historia de la salvación.

Y ahora, con todos los que han oído y aprendido y creído, vamos contando las obras de Dios, su poder, sus alabanzas.

Oímos, aprendimos y contamos que Dios caminaba con su pueblo en el desierto, que Dios lo guiaba hacia una tierra de libertad y de abundancia, y que hizo con él una alianza de recíproca fidelidad y pertenencia.

Oímos, aprendimos y contamos que Dios alimentó a los hijos de su pueblo con el maná, un pan de gracia recogido bajo la capa de rocío de la mañana, y que los hizo vivir con el trigo celeste de la divina palabra.

Oímos, aprendimos y contamos que, en la plenitud de los tiempos, Dios puso su tienda entre nosotros, y preparó para todos el banquete de su reino, un festín de bendiciones del cielo sobre la vida de los redimidos, de los rescatados, de los liberados, de los justificados, de los salvados, de los resucitados con Cristo.

Oímos también y aprendimos y contamos –lo hacemos cada vez que celebramos la eucaristía-, que Jesús, “la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y dando gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos”, y declaró que aquel pan, del que todos habíamos de comer, era su cuerpo entregado por nosotros.

Hoy, comulgando, hacemos memoria de Cristo Jesús, aceptamos su cuerpo entregado, lo recibimos a él, nos hacemos de Cristo, para que todos, en comunión con Cristo, formemos un solo cuerpo, seamos un solo Cristo.

Entonces, el mismo Espíritu que me enseñó a acariciar crucifijos, me recuerda que he de aliviar el dolor de Cristo en su cuerpo que son los pobres, y aprendo -¡con cuánta lentitud y poco empeño!- que no resulta coherente comulgar con Cristo en la eucaristía y rechazar a Cristo en los pobres; aprendo que no puedo decir sí a Cristo y decir no a los pobres; aprendo que no habrá eucaristía para mí si no recibo a Cristo en los pobres, si no amo a los pobres, si no cuido de ellos como se supone que cuidaría de Jesús si él, cansado del camino, hambriento y sediento, llegase a mi casa.

Dios, en este mundo, padece frío y hambre en la persona de los pobres… Cuando un pobre pasa hambre, es Cristo quien pasa necesidad, como dijo él mismo: «Tuve hambre y no me disteis de comer» (Cesáreo de Arlés).

Quien rechaza a Cristo en los pobres, come del pan y bebe del cáliz del Señor indignamente, come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condenación.

Así he oído y aprendido a Cristo, y así lo voy contando a todos los que esperan salvarse.

No creo equivocarme si digo que nuestra salvación son los pobres en los que Cristo nos visita.

[Una y otra vez he dicho “pobres”; y doy fe que el eco, por si alguien no lo hubiese oído, iba diciendo “migrantes”, “migrantes”, “migrantes”…]

Ciertamente, ellos serán la llave que nos abrirá la puerta del reino que Dios ha preparado para los justos desde la creación del mundo.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger