San Juan 6, 24-35
“En aquel tiempo, al no ver allí a Jesús ni a
sus discípulos, la gente subió a las barcas y se dirigió en busca suya a
Cafarnaún.
Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?»
Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él.»
Le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?»
Jesús les contestó: «La obra de Dios
es que creáis en aquel que él ha enviado.»
«¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron– para que, al verla, te creamos?
¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto,
como dice la Escritura: "Dios les dio a comer pan del cielo."»
Jesús les contestó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo.»
Ellos le pidieron: «Señor, danos siempre ese pan.»
Y Jesús les dijo: «Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed.»”
Los pobres, nuestra salvación:
“Lo que oímos y aprendimos, lo contaremos a la futura generación”.
A decir “Padre nuestro”, a confiar en Dios, a tener responsabilidad ante Dios, lo aprendí de mis abuelos, de mis padres, de mis maestros, de mis catequistas.
Cosas asombrosas de Dios las leí en la Historia sagrada.
A bajar crucifijos de las paredes para dar alivio al Señor crucificado me lo enseñó el que todo lo sabe, aunque yo no sabía para qué me lo enseñaba.
Luego, de franciscanos y benedictinos, aprendí cosas de Dios en la Historia de la salvación.
Y ahora, con todos los que han oído y aprendido y creído, vamos contando las obras de Dios, su poder, sus alabanzas.
Oímos, aprendimos y contamos que Dios caminaba con su pueblo en el desierto, que Dios lo guiaba hacia una tierra de libertad y de abundancia, y que hizo con él una alianza de recíproca fidelidad y pertenencia.
Oímos, aprendimos y contamos que Dios alimentó a los hijos de su pueblo con el maná, un pan de gracia recogido bajo la capa de rocío de la mañana, y que los hizo vivir con el trigo celeste de la divina palabra.
Oímos, aprendimos y contamos que, en la plenitud de los tiempos, Dios puso su tienda entre nosotros, y preparó para todos el banquete de su reino, un festín de bendiciones del cielo sobre la vida de los redimidos, de los rescatados, de los liberados, de los justificados, de los salvados, de los resucitados con Cristo.
Oímos también y aprendimos y contamos –lo hacemos cada vez que celebramos la eucaristía-, que Jesús, “la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y dando gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos”, y declaró que aquel pan, del que todos habíamos de comer, era su cuerpo entregado por nosotros.
Hoy, comulgando, hacemos memoria de Cristo Jesús, aceptamos su cuerpo entregado, lo recibimos a él, nos hacemos de Cristo, para que todos, en comunión con Cristo, formemos un solo cuerpo, seamos un solo Cristo.
Entonces, el mismo Espíritu que me enseñó a acariciar crucifijos, me recuerda que he de aliviar el dolor de Cristo en su cuerpo que son los pobres, y aprendo -¡con cuánta lentitud y poco empeño!- que no resulta coherente comulgar con Cristo en la eucaristía y rechazar a Cristo en los pobres; aprendo que no puedo decir sí a Cristo y decir no a los pobres; aprendo que no habrá eucaristía para mí si no recibo a Cristo en los pobres, si no amo a los pobres, si no cuido de ellos como se supone que cuidaría de Jesús si él, cansado del camino, hambriento y sediento, llegase a mi casa.
“Dios, en este mundo, padece frío y hambre en la persona de los pobres… Cuando un pobre pasa hambre, es Cristo quien pasa necesidad, como dijo él mismo: «Tuve hambre y no me disteis de comer» (Cesáreo de Arlés).
Quien rechaza a Cristo en los pobres, come del pan y bebe del cáliz del Señor indignamente, come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condenación.
Así he oído y aprendido a Cristo, y así lo voy contando a todos los que esperan salvarse.
No creo equivocarme si digo que nuestra salvación son los pobres en los que Cristo nos visita.
[Una y otra vez he dicho “pobres”; y doy fe que el eco, por si alguien no lo hubiese oído, iba diciendo “migrantes”, “migrantes”, “migrantes”…]
Ciertamente, ellos serán la llave que nos abrirá la puerta del reino que Dios ha preparado para los justos desde la creación del mundo.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
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