Pasaron los años. En la vida del Enviado del Señor se habían cumplido las antiguas profecías, según hemos visto en la Historia precedente.
Pero la vida de este Niño sigue estando llena de vicisitudes. La Sagrada Familia, que se había establecido en Belén, tuvo que huir inmediatamente ante la amenaza de muerte que decretó sobre el Niño el cruel y tirano rey Herodes.
De noche, sin perder tiempo, tuvieron que emprender un viaje larguísimo, emigrando a otro país: Egipto. En este país tuvieron que permanecer varios años, hasta que fueron avisados por el cielo, que ya podían volver a su patria, pero no a Belén, de donde habían emigrado, sino a Nazaret, ciudad más tranquila y lejana del centro del país, que como sabemos, era Jerusalén.
Así viviendo en Nazaret, se había perdido la pista del Niño prodigioso, nacido entre cánticos angélicos, y visitado por reyes guiados por una estrella, que fueron testigos eficaces de la Revelación divina de este Niño en todo el mundo, además de lo profetizado por el anciano llamado Simeón.
Ahora el Niño que vivía en Nazaret, era simplemente el "hijo del carpintero y de María", conocidos de todos los vecinos.
De este modo su vida anterior quedó oculta a los ojos de sus conciudadanos, pasando desapercibido su verdadero mesianismo.
Unos treinta años había de pasar en esta vida de familia, la cual fue muy importante. De sus padres, María y José, aprendió Jesús a ser hombre perfecto, pues "crecía en sabiduría delante de Dios y de los hombres".
En el hogar de Nazaret aprendió a leer, a rezar, a trabajar, a obedecer y a practicar todas las virtudes, como hombre, pues, como Dios, toda la vida espiritual la tenía infusa, como toda ciencia ya que el Espíritu Santo estaba sobre él.
Sin embargo, Él se encarnó no sólo para darnos a conocer a Dios, su Padre, y salvar a los hombres con su sacrificio reconciliándonos con Él, sino también para darnos su testimonio de vida, semejante a la de todos los hombres. Y así nos amó tanto, que quiso ser (excepto en el pecado, pues siendo Dios era impecable), quiso ser y llamarse "Hijo del hombre", como cualquier hombre nacido en la tierra.
Solamente María y José estaban en el secreto de este Hijo divino, que era para ellos un continuo misterio...
Cuando llegó la edad de 12 años se presentó en el Templo con sus padres, y sin darse ellos cuenta, se quedó en el Templo. Sus padres, como había costumbre de ir en caravanas distintas, al llegar a la primera estación de descanso en que se encontraron María y José, vieron que el Niño no iba ni con uno ni con otro, y que tampoco iba con los parientes con los otros niños de su edad; y asustados y muy alarmados, con las lágrimas en los ojos lo buscaron con la mayor diligencia.
Tardaron en encontrarle tres días, que fueron para los padres un martirio. Nadie les daba razón de él. Por fin lo encontraron en un salón del Templo donde estaban los sabios y doctores enseñando. Allí estaba el Niño "sentado entre los doctores, oyéndoles y haciéndoles preguntas... Y cuantos le oían quedaban estupecfactos de la inteligencia de las respuestas" de este Niño. A Marïa y José al verle se les abrió el horizonte, quedando a la vez muy sorprendidos; tanto, que su madre no pudo menos de decirle: "Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros? Mira, que tu padre y yo te buscábamos angustiados". "Él les dijo: ¿por qué me buscábais? ¿no sabíaís que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre? Ellos no entendieron la respuesta".
Sin embargo, volvió con ellos a Nazaret y nota el Libro Sagrado, que "les estaba sujeto y que su madre conservaba todo esto en su corazón" (San Lucas, 2)
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