viernes, 19 de marzo de 2010

Una Aventura Sorprendente (XXX)



DOLOROSA AUSENCIA
Aquel día María se levantó como siempre, temprano para orar. En su oración expuso al Señor Dios una gran preocupación. No obtuvo respuesta del Señor; sin embargo, quedó su alma un tanto consolada después de haberle confiado a su Dios todo su agobio.
Y es que José llevaba varios días algo enfermo. La tarde de ayer no había podido ir al trabajo porque se encontraba muy fatigado y tenía sensación de mareo.
Ahora, por la mañana, le preguntó con inquietud:
- ¿Cómo te encuentras José?, ¿le has dicho a Jesús algo de tu malestar?
- No es necesario esposa mía -dijo José-; ya sabes que Él se entera de todo antes que nosotros mismos. Quiero ahora contarte un sueño que he tenido esta noche, que me ha dejado muy consolado.
María escuchó con creciente atención. Continuó José:
- Soñé con el cielo; allí estaba nuestro Padre celestial rodeado de ángeles bellísimos. Y escuchando sus cantos de alabanza a nuestro Dios me sentía feliz. Hicieron un silencio y escuché la voz del Padre celestial que decía: "Mirad al justo José ¡con qué amor y solicitud está cumpliendo el importantísimo encargo que le he encomendado! Me está representando muy bien, como podéis ver. El mundo sin embargo, está lleno de espinas; el pecado de los hombres ha llenado de maldades y abrojos el universo entero. Quiero evitarle a mi amado José muchos sufrimientos y sinsabores, muchas contrariedades y dificultades que, de seguir viviendo sin duda llegarían para él. Por eso he determinado traérmelo a mi lado". Los ángeles alabaron la sabiduría de su Dios y Señor y entonaron nuevos himnos y cantos celestiales que llenaron mi alma de dulzura. Mi amda María, ¿qué te parece de mi sueño?
María contestó:
- Que ha sido maravilloso, José. Sin embargo, privarnos de tu presencia, sería para nosotros de grandísima amargura...
Unas lágrimas se escaparon de los ojos de María; y José también lloró.
Llegó Jesús y entrando en la habitación dijo:
- ¿Qué ocurre, Madre?
- Ya sabes, hijo mío -dijo María-, que ayer tu padre se encontraba mal y no pudo ir al taller, por eso hoy no he querido que se levantara del lecho, hasta ver si se pone mejor.
- Yo, por mi gusto -dijo Jesús-, le devolvería la salud inmediatamente, pero debemos esperar un poquito para que se manifieste la voluntad de nuestro Padre celestial.
Y dirigiéndose a José dijo:
- Dime, querido padre, ¿te encuentras muy mal?
- No, hijo mío -dijo José-; tengo mucho calor.
María aclaró:
- Es que le ha subido bastante la fiebre...
Entonces Jesús dijo:
- Bien, Madre mía, yo le aliviaré toda molestia.
Y en efecto: José se encontró sin fiebre mucho mejor. Y aunque la fatiga persistía, María y José hablaron a Jesús del sueño que había tenido aquella noche el enfermo, por lo que Jesús hizo esta reflexión:
- Nuestro Padre celestial quiere siempre lo mejor para nosotros. Eso no impide que nuestro sentimiento, al experimentar las ausencias de nuestros seres más queridos, pasemos por grandes angustias. Todas las pruebas de la vida contribuirán a la salvación del mundo, pues tanta injusticia y pecado como existe, han de ser purificados con nuestras lágrimas...
José dijo entonces:
- Ha quedado en mi alma una dulzura tan grande por todo lo que pude escuchar en sueños esta noche, que no la puedo describir; pero, ¿cómo podré dejaros? Me parece imposible.
- No nos dejarás padre mío -dijo Jesús-. Estarás siempre con nosotros, pero de otro modo.
José contestó con voz más débil:
- Toda mi vida está en las manos de mi Dios y Señor, no quiero otra cosa si no que se haga su voluntad.
María cogió las manos de José entre las suyas y puso un beso en su frente. También Jesús le abrazó y le besó, añadiendo en voz alta una ferviente oración:
- Dios y Padre nuestro santísimo: ya has visto la dedicación solícita que este siervo amado tuyo ha tenido para con su esposa y para conmigo, tu Hijo y suyo. Has visto su desvelo, sus trabajos y fatigas; has visto su fe, su piedad y su amor. Y a ésta, mi Madre querida, y a mí mismo tu Hijo, cobíjanos a la sombra de tus alas, Padre mío, e infúndenos la fuerza del Espíritu Consolador, para aceptar tu santísima voluntad en todo lo que dispongas de nosotros.
José se había ido durmiendo suavemente. Y quedó profundamente dormido.
No había tenido agonía, pero no despertó.
María se abrazó a Jesús y ambos lloraron largamente en silencio.
¡Dichosa muerte la de José, en brazos de Jesús y de María! ¡Dichoso él!

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