María se había acomodado sentada en el suelo sobre un almohadón. Está como absorta, enajenada en su propio misterio; José (más cerca del improvisado "hogar") la contempla con todo su cariño. Él cuidaba de que el fuego siguiera dando la luz y el calor al ambiente.
Aunque en realidad era una noche incomparable: ¡NOCHE BUENA!..
- Mira, José, -dijo María- ¡Qué noche tan hermosa! ¡qué claridad tan resplandeciente! ¡qué brillo en las estrellas!... ¡huele la noche a rosas y jazmines, como si toda la tierra fuera un jardín! yo escucho en el aire, y en el viento música de alas y de melodías celestiales...
José la escucha arrobado, sonriente y feliz.
María continua diciendo:
- ¿Sabes, José, la dicha que nos aguarda? ¡La plenitud de los tiempos va a entrar en la Tierra, la plenitud divina va a llenar este lugar!... Se acerca el momento soñado por los siglos en que al Hijo del Dios eterno le veamos hecho Niño, colmándonos de gozo la contemplación de su rostro celestial.
José guardó silencio ante palabras tan llenas de sabiduría y de dulzura que le embargaban el ánimo de paz y de quietud.
Llegó la medianoche.
María ha entrado en un elevadísimo éxtasis de amor.
"Un sereno silencio lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa se abalanzó de los cielos como paladín inexorable desde el trono real al país "lejanísimo"...
Toda la creación cumpliendo tus órdenes fue configurada de nuevo"...
Y en esos momentos nacía el Salvador del mundo:
María tiene ya entre sus brazos, a un Niño delicioso, Hijo del Dios del cielo y de su propio corazón. En su éxtasis de amor, su mirada se fijó en el recién nacido. El Infantito divino era un cielo de niño; ¡qué Niño! ¡que figura tan divina! ¡qué fineza, qué preciosidad de criatura! Todos sus miembros perfectos y llenos de belleza. Y ¿qué decir de su rostro? No hay palabras que puedan decir la expresión incomparable de sus ojos llenos de luz y de vida; de su boquita entreabierta, de sus mejillas de nieve y rosa.
Toda la belleza de la creación entera como que estaba reflejada en este pequeñín encantador.
María le abraza llena de ternura y pegó sus labios a su frente cristalina y dijo: ¡Oh Dios mío e Hijo mío! y llamó a su esposo:
- ¡José, ven por favor!, ven a admirar al Niño divino, ¡Jesús!, gloria del cielo y de la tierra. ¡Ven y adoremos juntos a nuestro Dios y Señor, recién nacido!
José acudió presuroso y se postró ante el Niño en brazos de su madre; y cautivado por tanta hermosura, lo besó con toda reverencia y amor.
Así María y José ofrecieron al Señor la primera adoración de la Historia, mientras una muchedumbre de ángeles de la corte celestial irrumpían en la estancia llenándola de resplandores y melodías celestiales:
"¡Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor! ¡Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te damos gracias Rey celestial", que acabas de entrar en este mundo, en la historia de los hombres! ¡Hosanna en el cielo! ¡Hosanna en la tierra! ¡Hosanna en todos los ámbitos de la creación! ¡Aleluya!
Mientras tanto José y María permanecieron extasiados contemplando y adorando la belleza y la grandeza de su Niño, el Niño-Dios, transportados de alegría y de felicidad.
Cuando se ausentó el ejército angélico, se levantaron.
María abrazó al Niño una vez más y lo envolvió en los pañales con la mayor ternura recostándolo después en el pesebre que José había preparado con mullidas pajas, blandas y limpias, para improvisada cuna de su hijo.
María y José se habían quedado de nuevo en quietud de oración y de felicidad ante su amadísimo Niño recién nacido. ¿Qué mayor felicidad les podía caber?
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