SAN MARCOS 1, 12- 15
"En aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús
al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por
Satanás, vivía entre alimañas y los ángeles le servían. Cuando
arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de
Dios. Decía:
-- Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creer en el Evangelio."
NO APARTES DE CRISTO TUS OJOS:
No sé si por opción o por
necesidad, tal vez porque los años enseñan muchas cosas, talvez porque la
realidad ha perdido con el tiempo velos que ocultaban su crueldad, el hecho es
que ya sólo me interesa hablar de Cristo y de los que sufren. Los pobres son luz
que necesito para acercarme a la verdad del hombre, y Cristo es cuanto necesito
para devolverle humanidad al hombre y para acercarme al misterio de Dios.
“En aquel tiempo el
Espíritu empujó a Jesús al desierto”: oigo la palabra del evangelio y se me
estremecen las entrañas; no hay lugar allí para divagaciones doctrinales sobre
Dios, porque Dios no es aquel sobre quien se discute, sino que es Espíritu,
viento poderoso y libre que, si le dejas, te agarra, te empuja y te lleva.
“El Espíritu empujó a
Jesús al desierto”. ¡Cuántas
veces lo hemos confesado en el Credo de nuestra celebración dominical!: “Creemos
en un solo Señor Jesucristo… que por nosotros los hombres y por nuestra
salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.
El Espíritu empujó al Hijo de Dios hasta nuestra condición humana, hasta
nuestra miseria, hasta nuestro desierto, hasta nuestra vida, hasta nuestra
muerte. El Espíritu empujó a Jesús hasta el desierto donde se pudrían los
leprosos, donde yacían los enfermos, donde vagaban los endemoniados, donde se
abrasaba la dignidad de ladrones, adúlteros y prostitutas.
Tú, Iglesia amada de
Dios, conoces de cerca a este Jesús que va por la vida “empujado” como si
tuviese prisa de amar. El Espíritu lo empujó al desierto, hasta la cruz, hasta
la última donación, hasta su última tentación, que fue, como la primera, la de servirse
del poder de Dios en vez de abandonarse al amor de Dios.
Tú, Iglesia santa y
pecadora, contemplas a Jesús en el desierto, en su vida, en su muerte, y, para
tu asombro y tu alegría, hallas que Jesús es la respuesta de Dios a tu oración.
Tú decías: “Enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas”; y el Señor
puso delante de ti el camino que es Cristo. Y mientras el salmista cantaba su
plegaria: “Haz que camine con lealtad”, tú contemplabas a Cristo, tu camino,
al que es verdad y vida para leprosos, enfermos, endemoniados, ladrones,
adúlteros y prostitutas, y aclamabas con la fuerza del canto y el gozo de la
salvación recibida: “Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los
que guardan tu alianza”.
Las palabras del salmo se
llenan de sentido nuevo para la
Iglesia si las leemos a la luz del misterio de Cristo Jesús.
Al ofrecernos en Cristo la salvación, al mostrarnos en su Hijo el camino de la
vida, Dios nos ha manifestado su misericordia, su lealtad, su rectitud y su
bondad.
Un sentido nuevo adquieren
también las palabras del libro del Génesis proclamadas en nuestra celebración:
“Dios dijo a Noé y a sus hijos: _Yo hago un pacto con vosotros y con
vuestros descendientes… Y añadió: _Ésta es la señal del pacto que hago con
vosotros… Pondré mi arco en las nubes”. En aquel arco los creyentes reconocemos
una figura de Cristo, el Hijo del Hombre enaltecido por Dios sobre las nubes
del cielo, memoria verdadera de la alianza nueva y eterna que Dios ha sellado
con la humanidad.
También adquieren hoy significado
nuevo para nosotros las palabras que oímos cada domingo al acercarnos a
comulgar. El sacerdote te dirá: “El cuerpo de Cristo”; y tú, con
sabiduría espiritual, entenderás: Éste es el arco de Dios en las nubes, la
señal de la alianza eterna de Dios con su pueblo, el sacramento del amor que
Dios nos tiene, la memoria de su ternura y su misericordia.
No olvides, Iglesia santa
y pecadora, que estás siempre al principio de tu camino hacia Cristo, hacia la Pascua de Cristo, y que, si
quieres llegar hasta él, has de mantener los ojos fijos en él: en la belleza
del arco iris, en la serenidad de la eucaristía, en la noche del Calvario, en
el sufrimiento de los pobres. No apartes de Cristo tus ojos ¡y llegarás a la Pascua con él!
Feliz
domingo.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo de Tánger