SAN JUAN 10, 1-10.
“En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda y las ovejas atienden su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.
Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”
Confesión, cántico, sosiego…
El salmista lo había dicho de su Dios: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Y tú, que recuerdas lo que Jesús dijo de sí mismo: “Yo soy el buen pastor, que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen”, entiendes que él es sacramento de Dios buen pastor, él es Dios buen pastor en carne y hueso, Dios buen pastor a la vista de todos.
Entonces haces tuyas las palabras del salmista para confesar lo que has conocido de Jesús y de tu Dios: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.
Esa confesión tuya, Iglesia cuerpo de Cristo, lleva dentro un cántico de acción de gracias, y te deja confiada en brazos de Dios, sosegada como un niño en brazos de su madre o de su padre.
Confesión, cántico, sosiego, se adivinan en el cuerpo crucificado del ladrón a quien Jesús llevó consigo hasta Dios, en corazón y labios de Zaqueo en cuya casa entró la salvación, en la rutina familiar de Marta y María que, con la vida de su hermano Lázaro, han visto regresar a su casa la alegría, la fe y la esperanza.
Confesión, cántico, sosiego, los imaginas presentes en todos aquellos que, encontrándose con Jesús, de él han recibido libertad, salud, salvación, luz y consuelo…
Confesión, cántico, sosiego, han puesto su tienda en el corazón y en los labios de María de Nazaret visitada por la misericordia de Dios, enaltecida por su gracia, dichosa por la fe.
Confesión, cántico, sosiego, se reconocen presentes en Zacarías e Isabel, esposos fecundos en una ancianidad estéril; y en las palabras de Simeón, profeta asombrado ante el sacramento de la salvación que ha podido tomar en sus brazos.
Pero aún has de considerar un misterio mayor, pues confesión, cántico, sosiego, saben a plenitud cuando las palabras de la oración resuenan dichas por Cristo resucitado: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas”. Todo en el salmo se llena de verdad y novedad cuando lo dice el que se levanta victorioso de la muerte: “Él me guía por el sendero justo… Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo… Tu bondad y tu fidelidad me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término”.
Eso que, dicho por Jesús, es plenamente verdadero y nuevo para él, lo es también para ti, Iglesia cuerpo de Cristo, si lo dices juntamente con él, si haces tuya su confesión, su cántico, su sosiego, si con él vas diciendo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.
Y a ese cantar de amor, que es de Cristo Jesús y es tuyo, aún se ha de unir otro cantor, un cantor que tal vez nunca os haya conocido, y no sepa que él mismo es sacramento de Cristo Jesús, pero que un día, con tu Señor y contigo, terminará cantando el mismo salmo, haciendo la misma confesión, gozando del mismo sosiego: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.
Leo que, desde 2018 hasta hoy, en las rutas de acceso a las fronteras de España han fallecido 11.522 emigrantes. No sé cuántas son las mujeres asesinadas en el mismo período de tiempo. No sé cuántos son los inocentes abusados. No sé cuántas son las víctimas de la iniquidad humana.
Las palabras de tu salmo sonarían a sarcasmo si evocadas por quienes crucifican a los pobres: “Que Dios los libre, si tanto los quiere”.
Confesión, cántico, sosiego no son para epulones que banquetean como si los pobres no existiesen, no son para legisladores de iniquidad que empujan a los pobres a la muerte, no son para escribas y fariseos satisfechos de sí mismos y presuntuosos delante de Dios.
Confesión, cántico, sosiego, son para Cristo Jesús, para ti que eres su cuerpo, para los pobres en quienes cuidas de él.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger