EL PERDÓN DE ASÍS O INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA.
La Porciúncula de Asís, Italia, fue el hogar de San Francisco y la
primitiva fraternidad de los Hermanos Menores. Allí San Francisco pidió a
Cristo, mediante la intercesión de la Reina de los Ángeles, el gran
perdón o «indulgencia de la Porciúncula», confirmada por el Papa Honorio
III a partir del 2 de agosto de 1216. Allí murió el santo. Más tarde se
construyó la gran Basílica de Santa María de los Ángeles para cobijar a
la pequeña iglesita de la Porciúncula.
“El Poverello sabía que la gracia divina podía ser concedida a los elegidos de Dios en cualquier parte; de igual modo, había experimentado que el lugar de Santa María de la Porciúncula rebosaba de una gracia copiosa, y solía decir a los frailes: “Este lugar es santo, es la morada de Cristo y de la Virgen, su Madre”». La humilde y pobre iglesita se había convertido para Francisco en el icono de María santísima, la «Virgen hecha Iglesia», humilde y «pequeña porción del mundo», pero indispensable al Hijo de Dios para hacerse hombre. Por eso el santo invocaba a María como tabernáculo, casa, vestidura, esclava y Madre de Dios.
Precisamente en la capilla de la Porciúncula, que había restaurado con sus propias manos, Francisco, iluminado por las palabras del capítulo décimo del evangelio según san Mateo, decidió abandonar su precedente y breve experiencia de eremita para dedicarse a la predicación en medio de la gente, «con la sencillez de su palabra y la magnificencia de su corazón».
La Porciúncula es uno de los lugares más venerados del franciscanismo, no sólo muy entrañable para la orden de los Frailes Menores, sino también para todos los cristianos que allí, cautivados por la intensidad de las memorias históricas, reciben luz y estímulo para una renovación de vida, con vistas a una fe más enraizada y a un amor más auténtico La Porciúncula, tienda del encuentro de Dios con los hombres, es casa de oración. «Aquí, quien rece con devoción, obtendrá lo que pida», solía repetir Francisco después de haberlo experimentado personalmente..
El hombre nuevo Francisco, en ese edificio sagrado restaurado con sus manos, escuchó la invitación de Jesús a modelar su vida «según la forma del santo Evangelio y a recorrer los caminos de los hombres, anunciando el reino de Dios y la conversión, con pobreza y alegría. De este modo, ese lugar santo se había convertido para san Francisco en «tienda del encuentro» con Cristo mismo, Palabra viva de salvación” (Juan Pablo II).
“El Poverello sabía que la gracia divina podía ser concedida a los elegidos de Dios en cualquier parte; de igual modo, había experimentado que el lugar de Santa María de la Porciúncula rebosaba de una gracia copiosa, y solía decir a los frailes: “Este lugar es santo, es la morada de Cristo y de la Virgen, su Madre”». La humilde y pobre iglesita se había convertido para Francisco en el icono de María santísima, la «Virgen hecha Iglesia», humilde y «pequeña porción del mundo», pero indispensable al Hijo de Dios para hacerse hombre. Por eso el santo invocaba a María como tabernáculo, casa, vestidura, esclava y Madre de Dios.
Precisamente en la capilla de la Porciúncula, que había restaurado con sus propias manos, Francisco, iluminado por las palabras del capítulo décimo del evangelio según san Mateo, decidió abandonar su precedente y breve experiencia de eremita para dedicarse a la predicación en medio de la gente, «con la sencillez de su palabra y la magnificencia de su corazón».
La Porciúncula es uno de los lugares más venerados del franciscanismo, no sólo muy entrañable para la orden de los Frailes Menores, sino también para todos los cristianos que allí, cautivados por la intensidad de las memorias históricas, reciben luz y estímulo para una renovación de vida, con vistas a una fe más enraizada y a un amor más auténtico La Porciúncula, tienda del encuentro de Dios con los hombres, es casa de oración. «Aquí, quien rece con devoción, obtendrá lo que pida», solía repetir Francisco después de haberlo experimentado personalmente..
El hombre nuevo Francisco, en ese edificio sagrado restaurado con sus manos, escuchó la invitación de Jesús a modelar su vida «según la forma del santo Evangelio y a recorrer los caminos de los hombres, anunciando el reino de Dios y la conversión, con pobreza y alegría. De este modo, ese lugar santo se había convertido para san Francisco en «tienda del encuentro» con Cristo mismo, Palabra viva de salvación” (Juan Pablo II).
CÓMO SAN FRANCISCO PIDIÓ Y OBTUVO LA INDULGENCIA DEL PERDÓN
Una
noche del año 1216, Francisco estaba en oración y contemplación en la
iglesita de la Porciúncula, cuando de improviso el recinto se llenó de
una vivísima luz, y Francisco vio sobre el altar a Cristo revestido de
luz y a su derecha a su Madre Santísima, rodeados de una multitud de
Ángeles. Francisco con el rostro en tierra adoró a su Señor en silencio.
Ellos le preguntaron entonces qué deseaba para la salvación de las almas. La respuesta de Francisco fue inmediata: “Santísimo Padre, aunque yo soy un pobre pecador, te ruego que a todos los que, arrepentidos de sus pecados y confesados, vengan a visitar esta iglesia, les concedas amplio y generoso perdón, con una completa remisión de todas las culpas”.
“Lo que pides, Hermano Francisco, es grande -le dijo el Señor -, pero de mayores cosas eres digno, y mayores tendrás. Por lo tanto, accedo a tu petición, pero con la condición de que pidas de mi parte a mi vicario en la tierra esta indulgencia”. Y Francisco se presentó de inmediato al Pontífice Honorio III que en aquellos días se encontraba en Perusa, y con candor le contó la visión que había tenido.
El Papa lo escuchó con atención y después de algunas objeciones, le dio su aprobación. Luego dijo: “¿Cuántos años de indulgencia quieres?”. Francisco al punto le respondió: “Padre Santo, no pido años, sino almas!”. Y se dirigió feliz hacia la puerta, pero el Pontífice lo llamó de nuevo: “Cómo, ¿no quieres ningún documento?”. Y Francisco le dijo: “¡Santo Padre, me basta su palabra!”.
“Si esta indulgencia es obra de Dios, Él verá cómo dar a conocer su obra; yo no necesito ningún documento; el papel debe ser la Santísima Virgen María, Cristo el notario y los Ángeles los testigos”. Y algunos días después, junto con los Obispos de la Umbría, dijo con lágrimas al pueblo reunido en la Porciúncula: “¡Hermanos míos, quiero mandaros a todos al Paraíso!”
Ellos le preguntaron entonces qué deseaba para la salvación de las almas. La respuesta de Francisco fue inmediata: “Santísimo Padre, aunque yo soy un pobre pecador, te ruego que a todos los que, arrepentidos de sus pecados y confesados, vengan a visitar esta iglesia, les concedas amplio y generoso perdón, con una completa remisión de todas las culpas”.
“Lo que pides, Hermano Francisco, es grande -le dijo el Señor -, pero de mayores cosas eres digno, y mayores tendrás. Por lo tanto, accedo a tu petición, pero con la condición de que pidas de mi parte a mi vicario en la tierra esta indulgencia”. Y Francisco se presentó de inmediato al Pontífice Honorio III que en aquellos días se encontraba en Perusa, y con candor le contó la visión que había tenido.
El Papa lo escuchó con atención y después de algunas objeciones, le dio su aprobación. Luego dijo: “¿Cuántos años de indulgencia quieres?”. Francisco al punto le respondió: “Padre Santo, no pido años, sino almas!”. Y se dirigió feliz hacia la puerta, pero el Pontífice lo llamó de nuevo: “Cómo, ¿no quieres ningún documento?”. Y Francisco le dijo: “¡Santo Padre, me basta su palabra!”.
“Si esta indulgencia es obra de Dios, Él verá cómo dar a conocer su obra; yo no necesito ningún documento; el papel debe ser la Santísima Virgen María, Cristo el notario y los Ángeles los testigos”. Y algunos días después, junto con los Obispos de la Umbría, dijo con lágrimas al pueblo reunido en la Porciúncula: “¡Hermanos míos, quiero mandaros a todos al Paraíso!”
LA INDULGENCIA
Los
pecados no sólo destruyen o lastiman la comunión con Dios, sino que
también comprometen el equilibrio interior de la persona y su ordenada
relación con las criaturas.
Para una curación total no sólo se necesita el arrepentimiento y el perdón de las culpas, sino también una reparación del desorden provocado, que normalmente sigue existiendo. En este empeño de purificación el penitente no está solo. Se encuentra inserto en un misterio de solidaridad en virtud del cual la santidad de Cristo y de los santos le ayuda también a él. Dios le comunica las gracias merecidas por otros con el inmenso valor de su existencia, a fin de hacer más rápida y eficaz su reparación.
La Iglesia siempre ha exhortado a los fieles a ofrecer oraciones, buenas obras y sufrimientos como intercesión por los pecadores y sufragio por los difuntos. En los primeros siglos los obispos reducían a los penitentes la duración y el rigor de la penitencia pública por la intercesión de los testigos de la fe que sobrevivían a los suplicios. Progresivamente se ha acrecentado la conciencia de que el poder de atar y desatar recibido del Señor incluye la facultad de librar a los penitentes también de los residuos dejados por los pecados ya perdonados, aplicándoles los méritos de Cristo y de los santos, de modo que obtengan lograda de una ferviente caridad. Los pastores conceden tal beneficio a quien tiene las debidas disposiciones interiores y cumple algunos actos prescritos. Su intervención en el camino penitencial es la concesión de la indulgencia.
Para una curación total no sólo se necesita el arrepentimiento y el perdón de las culpas, sino también una reparación del desorden provocado, que normalmente sigue existiendo. En este empeño de purificación el penitente no está solo. Se encuentra inserto en un misterio de solidaridad en virtud del cual la santidad de Cristo y de los santos le ayuda también a él. Dios le comunica las gracias merecidas por otros con el inmenso valor de su existencia, a fin de hacer más rápida y eficaz su reparación.
La Iglesia siempre ha exhortado a los fieles a ofrecer oraciones, buenas obras y sufrimientos como intercesión por los pecadores y sufragio por los difuntos. En los primeros siglos los obispos reducían a los penitentes la duración y el rigor de la penitencia pública por la intercesión de los testigos de la fe que sobrevivían a los suplicios. Progresivamente se ha acrecentado la conciencia de que el poder de atar y desatar recibido del Señor incluye la facultad de librar a los penitentes también de los residuos dejados por los pecados ya perdonados, aplicándoles los méritos de Cristo y de los santos, de modo que obtengan lograda de una ferviente caridad. Los pastores conceden tal beneficio a quien tiene las debidas disposiciones interiores y cumple algunos actos prescritos. Su intervención en el camino penitencial es la concesión de la indulgencia.
LAS CONDICIONES REQUERIDAS PARA GANAR LA INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA SON LAS SIGUIENTES:
1. Visita a una iglesia franciscana, rezando un Padre Nuestro y un Credo.
2. La recepción del sacramento de la Penitencia, la Comunión eucarística y una oración por las intenciones del Papa (Padre Nuestro, Ave María y Gloria)
Estas condiciones pueden cumplirse unos días antes o después, pero conviene que la comunión y la oración por el Papa se realicen el mismo día en que se cumple la obra.
Esta indulgencia sólo se puede ganar una vez.
2. La recepción del sacramento de la Penitencia, la Comunión eucarística y una oración por las intenciones del Papa (Padre Nuestro, Ave María y Gloria)
Estas condiciones pueden cumplirse unos días antes o después, pero conviene que la comunión y la oración por el Papa se realicen el mismo día en que se cumple la obra.
Esta indulgencia sólo se puede ganar una vez.