Una puerta que lleva al misterio de Dios y de la Iglesia:
“«La puerta de la fe», que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros” .
Si me preguntas por qué de esa puerta se dice que está siempre abierta, te diré que la razón es el amor, pues fue abierta por el amor de Dios y siempre ama el que la abrió para nosotros.
No olvides ese amor, pues si da razón de un siempre, en relación a la puerta que Dios abrió para ti, también da razón del misterio al que se accede por ella, pues sólo el amor de Dios hace posible que entres por la fe en la vida de comunión con Dios: sólo Dios da acceso a Dios.
Más allá de la puerta de la fe no está la “Divinidad lejana, inaccesible, cuya realidad se impone a la inteligencia” del creyente; no está “esa Divinidad que el hombre entrevé a duras penas a través del universo y de la que él pretende decir algo con su lenguaje balbuciente”; no está “esa Divinidad silenciosa de la que, en el mejor de los casos, hemos de decir que el hombre no la concibe sino desde fuera y sin hallar ningún medio de ponerse en contacto con ella”.
Más allá de esa puerta no está una Divinidad sin nombre, una deidad oscura, un algo que sería muy semejante a una nada.
Más allá de esa puerta está “el ser íntimo de Dios”, está la comunión que es Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Más allá de las palabras de tu credo, está el conocimiento de Dios. “Profesar la fe en la Trinidad equivale a creer en un solo Dios que es Amor: el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor” .
“Los hombres, si no le rehúsan la fe, y si dejan que él los impregne, no dejarán nunca de maravillarse ante este misterio entreabierto” . Para ti, que crees, más allá de tu credo está “la fonte que mana y corre, aunque es de noche” ; al otro lado de la confesión de tu fe está tu Dios, pues la puerta de la fe “introduce en la vida de comunión con él”.
Entra y admira, no tanto lo que ves fuera de ti, cuanto lo que se te ha concedido ser, pues eres por gracia hijo del Padre, cuerpo del Hijo, templo del Espíritu.
Entra y admira lo que el amor de Dios ha hecho de ti, “pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo, no de carne, sino del agua y del Espíritu Santo, son hechos por fin una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, que antes era «no pueblo», y ahora es «pueblo de Dios»” .
Si entras en el misterio de Dios, te hallas con la belleza de tu propio misterio, el de la Iglesia, que “tiene por cabeza a Cristo”, el del pueblo de Dios, que “tiene como propia condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo” .
Si entras en la intimidad de Dios, te sumerges en la comunión de la que has de ser sacramento, en la unidad que has de imitar, en la paz que has de acoger, en el amor que te ha de configurar.
De modo semejante a Cristo, tu cabeza, que es de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, tú eres de la tierra y del cielo, del hombre y de Dios. “No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a él como miembros suyos, de forma que él es Hijo de Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, Dios uno con el Padre y hombre con el hombre, y así, cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro” .
Atravesar la puerta de la fe “supone emprender un camino que dura toda la vida” , un camino que lleva a Dios como misterio de comunión, y que lleva a la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de la comunión trinitaria . Este camino, por ser de fe, termina con la muerte.
Más allá de la muerte ya sólo se camina en el amor.
Una puerta que da acceso al corazón del creyente:
Así como hay una puerta de la fe que lleva a Dios y a la Iglesia, hay una puerta del corazón que Dios abre para que el hombre acoja la palabra de la predicación .
Con la palabra de la predicación, entra en el corazón la gracia de Dios, su vida, su paz, su justicia, su salvación.
Muchos son los nombres que podemos usar para identificar lo que recibimos; pero tú sabes que, donde decimos palabra, gracia, vida, paz, justicia o salvación, en realidad estamos diciendo Dios: El Padre que nos ama, el Hijo que nos redime, el Espíritu que nos santifica.
Hay una puerta de la fe que lleva a Dios; hay una puerta del corazón por la que Dios entra. Creemos para entrar en Dios; creemos para que Dios entre en nosotros. El Credo, que es confesión de la Trinidad Santísima y nos dice en quién entramos por la fe, nos dice también quién entra en nosotros si acogemos la palabra de la predicación.
La gloria del cielo se te ofrece en la humildad de la predicación, el esplendor de Dios se te revela en la oscuridad del lenguaje humano, la palabra que reconoces pobre te llega rica de Dios. La pobreza es el vestido necesario para que Dios pueda entrar en el corazón del hombre sin anular su libertad.
Entrará Dios en ti si su gracia te abre el corazón para que acojas en él su palabra, sus sacramentos, a sus pobres.
La puerta del corazón por la que Dios accede a tu intimidad, esa puerta, si no la cierra la soberbia del pecado, no se cerrará con la muerte, pues, en aquella hora, la fe habrá entregado la llave de tu vida a la eternidad del amor.
La caridad nos urge:
La gracia que abre al hombre la puerta de la fe, tiene su fuente en el misterio del amor infinito de Dios.
La soberbia con que el hombre la puede cerrar, ahonda su raíz en el misterio del pecado.
Al darnos a su Hijo, Dios nos ha dado un pozo de agua viva, y a nuestro lado caminan tantos hermanos sedientos que, si tú no los llevas de la mano, no se acercarán a él para beber. Dios nos ha dado un pan de vida eterna, y son innumerables los hambrientos que todavía no lo buscan para comer. Dios ha dispuesto para todos la mesa de su Reino, y son muchos los invitados que ignoran, olvidan o desprecian la divina invitación.
Nos apremia el Amor que no es conocido.
Nos apremia la pasión por quienes aún no han conocido a Cristo Jesús. Nuestra vida se vuelve “al Amor que no es amado”, y a los hombres que se mueren hambrientos de amor.
Y el corazón intuye que, para hacer de Cristo el centro de la vida de nuestros hermanos, hemos de poner a los hermanos en el centro de nuestra vida.
Una barrera que parece infranqueable:
Lo dice la memoria de cada creyente, lo dice la historia de la salvación: Sólo los pobres, los que ahora tienen hambre, los que ahora lloran, los sufridos, los que buscan justicia, los que ofrecen misericordia, los siervos de la paz, sólo ellos entran por la puerta de la fe.
Pobre era María de Nazaret, la mujer que gestaba esperanzas en su corazón antes de gestar en el seno al Hijo de Dios.
Pobres eran los pastores que en la noche de Belén vigilaban su rebaño, pues, dejado lo que tienen, se ponen en camino para ver lo que ha sucedido, lo que el Señor les ha comunicado: dejan lo que apacientan y se ponen a correr tras un sueño.
Pobre era el piadoso Simeón, que aguardaba el consuelo de Israel.
Sólo un corazón de pobre se atreve con la locura de la fe: Te lo dicen los ciegos que añoraban ver, los leprosos que pedían ser limpiados, los enfermos que anhelaban la salud, los pecadores que se acogían a la compasión de Dios, los hijos perdidos que, hambrientos, soñaban el pan de la casa, y que, arrojados a la soledad, no podían soñar el abrazo de un padre que los esperaba. Te lo dice Zaqueo, el publicano que, como un niño, sube al sicomoro sólo para ver a Jesús. Te lo dice el malhechor que, crucificado por sus crímenes, pide un lugar en la memoria de un Crucificado inocente. Sólo ellos, los pobres, entran por la puerta de la fe.
El drama de nuestro mundo es que se ha llenado de ricos.
Los había también en tiempos de Jesús de Nazaret.
El fariseo de la parábola que Jesús dijo “a algunos que se consideraban justos y despreciaban a los demás” , representa al rico que lo es porque confía en sí mismo, en su coherencia, en sus obras. Las palabras de su oración son un elenco de títulos que lo acreditan como acreedor de Dios: “No soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” .
Para este hombre, para estos ricos, quedarían vacías de sentido las palabras de la revelación más sublime: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” . Para estos ricos, se ha hecho despreciable el don de Dios.
Se pudiera pensar que, pese a todo, esos ricos aún creen en Dios, pero la realidad es que en su oración hablan a un dios que no existe: se dirigen a un ídolo, a un frío y mecánico administrador de recompensas.
Junto al que es rico porque confía en sí mismo, hallarás en el evangelio al que lo es porque confía en los bienes acumulados: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha… Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente” .
En los cálculos de este hombre –Jesús lo llamó necio-, en los proyectos de este rico, no hay lugar para el misterio, no hay lugar para la esperanza, no hay lugar para el amor, no hay lugar para el Otro, no hay lugar para Dios.
Que la riqueza represente una barrera entre el hombre y Dios, lo da a entender el Señor, cuando dice: “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” ; y a continuación añade: “Nadie puede servir a dos señores, porque despreciará a uno y amará al otro, o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero” .
Que esa barrera sea infranqueable, nos lo hace temer el Señor, cuando dice: “En verdad os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: más fácil es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos” . Los discípulos entendieron la dureza del dicho y se espantaron: “Entonces, ¿quién puede salvarse?” . Para siempre y para todos son las palabras de Jesús: “Jesús se les quedó mirando y les dijo: _ «Es imposible para los hombres, pero Dios todo lo puede»” .
Tu corazón de creyente intuye que la riqueza, viejo dios de poder oscuro, se ha adueñado de nuestro mundo y, como si de una fiesta se tratase, a todos nos ha llevado a su gran almacén sin esperanza, a su parque de atracciones sin libertad, a su paraíso sin amor.
Tu corazón de pecadora perdonada, de esposa embellecida, de Iglesia amada, intuye que el mensaje de la fe, el evangelio de la gracia que has de anunciar, lo has de ofrecer a un mundo de siervos del dinero, a hombres y mujeres satisfechos, que nada desean si no es consumir, distraerse y almacenar, a ricos domesticados, a pobres ricos asentados en un mundo sin horizontes, adaptados a un hábitat sin esperanza, satisfechos de peregrinar solos en un mundo sin hermanos y sin Dios.
Una barrera que hemos de franquear:
El mandato que hemos recibido del Señor, no quedó condicionado a dificultades ni barreras: “Id y haced discípulos a todos los pueblos” . Nos envía el Resucitado, a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra , y nos promete que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo .
Nos pone en camino la palabra del Señor; nos urge el amor de Dios: amor a Dios, amor a los hermanos.
En cada tiempo, en cada lugar, la comunidad eclesial ha de discernir el lenguaje apropiado para franquear la barrera de la autosuficiencia humana. El amor nos apremia a avivar las lenguas de fuego que el Espíritu de Dios encendió desde el principio sobre los hijos de la Iglesia: El fuego del Espíritu contra la autosuficiencia de la carne.
Llevamos el misterio de Dios en las vasijas de barro de nuestra vida y en las palabras humildes de nuestro Credo, y hemos de buscar caminos para que a todos se revele el misterio y todos confiesen la fe.
(CONTINUARÁ)