SAN MARCOS 1, 21-28
"Llegó
Jesús a Cafarnaún, y cuando al sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se
quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino
con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un
hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: ¿Qué quieres de
nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el
Santo de Dios.
Jesús le increpó: Cállate y sal de él.
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un
grito muy fuerte, salió.
Todos se preguntaron estupefactos: ¿Qué es
esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les
manda y lo obedecen.
Su fama se extendió en seguida por todas
partes, alcanzando la comarca entera de Galilea."
*** *** ***
Jesús es ese
profeta anunciado por Moisés: solo en él la palabra de Dios suena en toda su
potencialidad y verdad. Es el Santo de Dios. Y desde el principio aparece
enfrentado al espíritu del mal, que, ante su presencia, se siente amenazado de
muerte. La gente lo percibe: la “autoridad” de su palabra no se identifica con
el autoritarismo sino con la energía y credibilidad de la misma. El Evangelio
no es solo anuncio de salvación, sino realidad salvadora, nueva y
renovadora. “¿Qué es esto?”. Es la
pregunta que pretende responder el
evangelista Marcos con su evangelio.
REFLEXIÓN
PASTORAL
En un mundo saturado de palabras,
discursos declaraciones contradictorias, surge, o puede surgir, el
escepticismo, la sospecha, la duda sobre la veracidad y credibilidad de las
mismas.
Pero entre tantas palabras, hay una
Palabra; entre tantas noticias, hay una Noticia; entre tantas promesas, hay una
Promesa: la palabra de Dios, el evangelio de Jesucristo… ¿Habrá llegado hasta
aquí el escepticismo que envuelve a las palabras humanas? Acostumbrados a casi
todo, ¿nos habremos también acostumbrado al Evangelio, insensibilizándonos para
captar su mensaje?
“¿Qué
es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad”. El evangelio de
Cristo no fue, y no puede ser, un mensaje ocasional y oportunista. No fue una
ideología de acompañamiento, legitimadora de situaciones de hecho, por muy
extendidas que estén sociológicamente. No fue pronunciado mirando al tendido,
esperando hurras y aplausos… Y no puede serlo.
“Sabemos
que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que
te importe nadie…” (Mt 22,16); esto lo reconocieron sus adversarios. Hasta
los “demonios”.
El relato evangélico nos presenta a dos
hombres “poseídos” por el “espíritu”. Jesús, poseído por el Espíritu Santo, y
el endemoniado, “poseído” por el espíritu del mal. Y en el combate vence el
“Espíritu” de Jesús. Espíritu liberador, porque Jesús vino para eso para
liberar al hombre de todas las “posesiones” que le esclavizan. Vino a descubrir
al hombre quién era Dios, cuál era su voluntad, emplazando al hombre a tomar
una decisión.
La palabra de Jesús era una palabra nueva
y renovadora; de redención y esperanza; libre y liberadora; bienhechora y
compasiva… Una palabra divina, aprendida en Dios: “Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia…” (Jn 14,10). Por
eso dijo Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
¡Qué contraste con nuestras palabras!
¡Vanas, vacías, incapaces de devolver la auténtica alegría y la verdadera
libertad! Palabras teóricas, a las que casi nunca acompañan el amor y el
sufrimiento por los otros. Palabras muy retóricas, pero poco prácticas.
Aduladoras, pero insinceras…
La única palabra que salva, digna de ser
creída y con autoridad es la que nace de un corazón purificado y madurado por
la compasión solidaria; la que nace de la contemplación de Dios…
¡Cuántos están esperando de nosotros esa
palabra, la de Cristo, para sentir esperanza, amor, ilusión… Y nosotros se la
hurtamos, se la negamos, porque hasta la desconocemos! Y, sin embargo, hemos
sido sus depositarios y constituidos en sus difusores…, a nivel de magisterio
y, sobre todo, de vida.
Si esa palabra no es creíble quizá se
deba, en buena parte, a que no seamos creíbles sus mensajeros, pero también
quizá a que, en el fondo, los mensajeros no creemos en ella. Por eso, Pablo
justifica el celibato como expresión de radicalidad para servir con
credibilidad “los asuntos del Señor”.
Su reflexión en la 2ª
lectura merece ser destacada. La evangelización debe interpretar la melodía
evangélica polifónicamente. Y el celibato forma, como estado de vida, parte de
esa polifonía. Él debe visibilizar ejemplarmente el pensamiento paulino: “Si vivimos, vivimos para el Señor… (Rom
14,8), sin división (1 Cor 7,35). Lo
que hace creíble al celibato es la pasión evangelizadora del célibe. Este es un
“desposado” con el Evangelio, al que debe la misma fidelidad que el marido debe
a su esposa, en un matrimonio espiritual, pero no estéril, llamado a servir
eficazmente a la vida. Pablo no minusvalora ningún estado de vida cristiana,
sino que destaca sus peculiaridades.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Es para mí el Evangelio
novedad o rutina? ¿Qué espacio le concedo en mi vida?
.- ¿Hasta que punto me
entrego a los asuntos del Señor?
.- ¿Qué "espíritu" es el que "posee" mi vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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