MENSAJE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA
LA CUARESMA 2018
MENSAJE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA
LA CUARESMA 2017
La Palabra es un don. El
otro es un don
Queridos
hermanos y hermanas:
La
Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la
Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo
recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado
a volver a Dios «de todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con
una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor. Jesús es el amigo
fiel que nunca nos abandona, porque incluso cuando pecamos espera pacientemente
que volvamos a él y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía,
8 enero 2016).
La
Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu a través
de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la
limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos
invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia. En concreto, quisiera
centrarme aquí en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc
16,19-31). Dejémonos guiar por este relato tan significativo, que nos da la
clave para entender cómo hemos de comportarnos para alcanzar la verdadera
felicidad y la vida eterna, exhortándonos a una sincera conversión.
1. El otro es un don
La
parábola comienza presentando a los dos personajes principales, pero el pobre
es el que viene descrito con más detalle: él se encuentra en una situación
desesperada y no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del
rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y
los perros vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El cuadro es sombrío, y el
hombre degradado y humillado.
La
escena resulta aún más dramática si consideramos que el pobre se llama Lázaro:
un nombre repleto de promesas, que significa literalmente «Dios ayuda».
Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como
alguien con una historia personal. Mientras que para el rico es como si fuera
invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro;
y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado,
recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano
(cf. Homilía,
8 enero 2016).
Lázaro
nos enseña que el otro es un don. La justa relación con las
personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la
puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirse y a
cambiar de vida. La primera invitación que nos hace esta parábola es la de
abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea
vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un tiempo propicio para
abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de
Cristo. Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino. Cada vida que
encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos
ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es
débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo que el Evangelio
nos revela acerca del hombre rico.
2. El pecado nos ciega
La
parábola es despiadada al mostrar las contradicciones en las que se encuentra
el rico (cf. v. 19). Este personaje, al contrario que el pobre Lázaro, no tiene
un nombre, se le califica sólo como «rico». Su opulencia se manifiesta en la
ropa que viste, de un lujo exagerado. La púrpura, en efecto, era muy valiosa,
más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades (cf. Jr
10,9) y a los reyes (cf. Jc 8,26). La tela era de un lino especial que
contribuía a dar al aspecto un carácter casi sagrado. Por tanto, la riqueza de
este hombre es excesiva, también porque la exhibía de manera habitual todos los
días: «Banqueteaba espléndidamente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de
forma patente la corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos
sucesivos: el amor al dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Homilía,
20 septiembre 2013).
El
apóstol Pablo dice que «la codicia es la raíz de todos los males» (1 Tm
6,10). Esta es la causa principal de la corrupción y fuente de envidias,
pleitos y recelos. El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en un
ídolo tiránico (cf. Exh. ap. Evangelii
gaudium, 55). En lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para
hacer el bien y ejercer la solidaridad con los demás, el dinero puede
someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja
lugar al amor e impide la paz.
La
parábola nos muestra cómo la codicia del rico lo hace vanidoso. Su personalidad
se desarrolla en la apariencia, en hacer ver a los demás lo que él se puede
permitir. Pero la apariencia esconde un vacío interior. Su vida está prisionera
de la exterioridad, de la dimensión más superficial y efímera de la existencia
(cf. ibíd., 62).
El
peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. El hombre rico se
viste como si fuera un rey, simula las maneras de un dios, olvidando que es
simplemente un mortal. Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no
existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su
alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie
de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su
humillación.
Cuando
miramos a este personaje, se entiende por qué el Evangelio condena con tanta
claridad el amor al dinero: «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque
despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y
no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt
6,24).
3. La Palabra es un don
El
Evangelio del rico y el pobre Lázaro nos ayuda a prepararnos bien para la
Pascua que se acerca. La liturgia del Miércoles de Ceniza nos invita a vivir
una experiencia semejante a la que el rico ha vivido de manera muy dramática.
El sacerdote, mientras impone la ceniza en la cabeza, dice las siguientes
palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». El rico y
el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de la parábola se desarrolla
en el más allá. Los dos personajes descubren de repente que «sin nada vinimos
al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1 Tm 6,7).
También
nuestra mirada se dirige al más allá, donde el rico mantiene un diálogo con
Abraham, al que llama «padre» (Lc 16,24.27), demostrando que pertenece
al pueblo de Dios. Este aspecto hace que su vida sea todavía más
contradictoria, ya que hasta ahora no se había dicho nada de su relación con
Dios. En efecto, en su vida no había lugar para Dios, siendo él mismo su único
dios.
El
rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos de la otra vida, y quiere
que sea el pobre quien le alivie su sufrimiento con un poco de agua. Los gestos
que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer
y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que
recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí
consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una
cierta equidad y los males de la vida se equilibran con los bienes.
La
parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se dirige a todos los
cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía viven, pide a Abraham
que les envíe a Lázaro para advertirles; pero Abraham le responde: «Tienen a
Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente a la objeción del
rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque
resucite un muerto» (v. 31).
De
esta manera se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males
está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a
no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es
una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y
orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene
como efecto cerrar el corazón al don del hermano.
Queridos
hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el
encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El
Señor ―que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del
Tentador― nos muestra el camino a seguir. Que el Espíritu Santo nos guíe a
realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la
Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo
presente en los hermanos necesitados. Animo a todos los fieles a que
manifiesten también esta renovación espiritual participando en las campañas de
Cuaresma que muchas organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes
del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana.
Oremos unos por otros para que, participando de la victoria de Cristo, sepamos
abrir nuestras puertas a los débiles y a los pobres. Entonces viviremos y
daremos un testimonio pleno de la alegría de la Pascua.
Vaticano,
18 de octubre de 2016
Fiesta de san Lucas
Evangelista.
Francisco
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA
CUARESMA 2016
“Misericordia
quiero y no sacrificio” (Mt 9,13).
Las obras de
misericordia en el camino jubilar
1.
María, icono de una Iglesia que evangeliza porque es evangelizada
En
la Bula de convocación del Jubileo invité a que «la Cuaresma de este Año
Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y
experimentar la misericordia de Dios» (Misericordiae
vultus, 17). Con la invitación a escuchar la Palabra de Dios y a
participar en la iniciativa «24 horas para el Señor» quise hacer hincapié en la
primacía de la escucha orante de la Palabra, especialmente de la palabra
profética. La misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo: pero
cada cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio. Por
eso, en el tiempo de la Cuaresma enviaré a los Misioneros de la Misericordia, a
fin de que sean para todos un signo concreto de la cercanía y del perdón de
Dios.
María,
después de haber acogido la Buena Noticia que le dirige el arcángel Gabriel,
canta proféticamente en el Magnificat la misericordia con la que Dios la
ha elegido. La Virgen de Nazaret, prometida con José, se convierte así en el
icono perfecto de la Iglesia que evangeliza, porque fue y sigue siendo
evangelizada por obra del Espíritu Santo, que hizo fecundo su vientre virginal.
En la tradición profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente
vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una
bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las
relaciones conyugales y parentales.
2.
La alianza de Dios con los hombres: una historia de misericordia
El
misterio de la misericordia divina se revela a lo largo de la historia de la
alianza entre Dios y su pueblo Israel. Dios, en efecto, se muestra siempre rico
en misericordia, dispuesto a derramar en su pueblo, en cada circunstancia, una ternura
y una compasión visceral, especialmente en los momentos más dramáticos, cuando
la infidelidad rompe el vínculo del Pacto y es preciso ratificar la alianza de
modo más estable en la justicia y la verdad. Aquí estamos frente a un auténtico
drama de amor, en el cual Dios desempeña el papel de padre y de marido
traicionado, mientras que Israel el de hijo/hija y el de esposa infiel. Son
justamente las imágenes familiares —como en el caso de Oseas (cf. Os
1-2)— las que expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su pueblo.
Este
drama de amor alcanza su culmen en el Hijo hecho hombre. En él Dios derrama su
ilimitada misericordia hasta tal punto que hace de él la «Misericordia
encarnada» (Misericordiae
vultus, 8). En efecto, como hombre, Jesús de Nazaret es hijo de Israel
a todos los efectos. Y lo es hasta tal punto que encarna la escucha perfecta de
Dios que el Shemà requiere a todo judío, y que todavía hoy es el corazón
de la alianza de Dios con Israel: «Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios,
el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). El Hijo de Dios es el
Esposo que hace cualquier cosa por ganarse el amor de su Esposa, con quien está
unido con un amor incondicional, que se hace visible en las nupcias eternas con
ella.
Es
éste el corazón del kerygma apostólico, en el cual la misericordia divina
ocupa un lugar central y fundamental. Es «la belleza del amor salvífico de Dios
manifestado en Jesucristo muerto y resucitado» (Exh. ap. Evangelii
gaudium, 36), el primer anuncio que «siempre hay que volver a escuchar
de diversas maneras y siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra
a lo largo de la catequesis» (ibíd., 164). La Misericordia entonces
«expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior
posibilidad para examinarse, convertirse y creer» (Misericordiae
vultus, 21), restableciendo de ese modo la relación con él. Y, en Jesús
crucificado, Dios quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema,
justamente allí donde se perdió y se alejó de Él. Y esto lo hace con la
esperanza de poder así, finalmente, enternecer el corazón endurecido de su
Esposa.
3.
Las obras de misericordia
La
misericordia de Dios transforma el corazón del hombre haciéndole experimentar
un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es siempre un milagro
el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros,
impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir lo que la tradición de la
Iglesia llama las obras de misericordia corporales y espirituales. Ellas nos
recuerdan que nuestra fe se traduce en gestos concretos y cotidianos,
destinados a ayudar a nuestro prójimo en el cuerpo y en el espíritu, y sobre
los que seremos juzgados: nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo. Por eso,
expresé mi deseo de que «el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo
sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para
despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la
pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres
son los privilegiados de la misericordia divina» (ibíd., 15). En el
pobre, en efecto, la carne de Cristo «se hace de nuevo visible como cuerpo
martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros lo
reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado» (ibíd.). Misterio
inaudito y escandaloso la continuación en la historia del sufrimiento del
Cordero Inocente, zarza ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés,
sólo podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5); más aún cuando el
pobre es el hermano o la hermana en Cristo que sufren a causa de su fe.
Ante
este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre más miserable es
quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el
más pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado, que lo
empuja a utilizar la riqueza y el poder no para servir a Dios y a los demás,
sino parar sofocar dentro de sí la íntima convicción de que tampoco él es más
que un pobre mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición,
tanto mayor puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal
punto que ni siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa
(cf. Lc 16,20-21), y que es figura de Cristo que en los pobres mendiga
nuestra conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que Dios nos ofrece
y que quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado de un soberbio delirio
de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente el demoníaco «seréis como
Dios» (Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado. Ese delirio también puede
asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los totalitarismos del
siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del pensamiento único y de la
tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se
reduzca a una masa para utilizar. Y actualmente también pueden mostrarlo las
estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado en la
idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más
ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus
puertas, negándose incluso a mirarlos.
La
Cuaresma de este Año Jubilar, pues, es para todos un tiempo favorable para
salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a la escucha de la
Palabra y a las obras de misericordia. Mediante las corporales tocamos la carne
de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos,
alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente
nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar.
Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las espirituales.
Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador
podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo. A
través de este camino también los «soberbios», los «poderosos» y los «ricos»,
de los que habla el Magnificat, tienen la posibilidad de darse cuenta de
que son inmerecidamente amados por Cristo crucificado, muerto y resucitado por
ellos. Sólo en este amor está la respuesta a la sed de felicidad y de amor
infinitos que el hombre —engañándose— cree poder colmar con los ídolos del
saber, del poder y del poseer. Sin embargo, siempre queda el peligro de que, a
causa de un cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo, que en el pobre
sigue llamando a la puerta de su corazón, los soberbios, los ricos y los
poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de
soledad que es el infierno. He aquí, pues, que resuenan de nuevo para ellos, al
igual que para todos nosotros, las lacerantes palabras de Abrahán: «Tienen a
Moisés y los Profetas; que los escuchen» (Lc 16,29). Esta escucha activa
nos preparará del mejor modo posible para celebrar la victoria definitiva sobre
el pecado y sobre la muerte del Esposo ya resucitado, que desea purificar a su
Esposa prometida, a la espera de su venida.
No
perdamos este tiempo de Cuaresma favorable para la conversión. Lo pedimos por
la intercesión materna de la Virgen María, que fue la primera que, frente a la
grandeza de la misericordia divina que recibió gratuitamente, confesó su propia
pequeñez (cf. Lc 1,48), reconociéndose como la humilde esclava del Señor
(cf. Lc 1,38).
Vaticano, 4 de octubre de
2015
Fiesta de San Francisco de
Assis
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