martes, 29 de noviembre de 2022
domingo, 27 de noviembre de 2022
¡FELIZ DOMINGO! 1º DE ADVIENTO
SAN MATEO 24, 37-44.
"En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Lo que pasó en tiempos de Noé, pasará cuando venga el Hijo del Hombre. Antes del diluvio la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y, cuando menos lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del Hombre: Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán. Estad en vela, porque no sabéis a qué hora vendrá vuestro señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre."
Necesitamos la fe: sólo la fe.
No era un sueño; no pienses que la visión del profeta era sólo una ficción, un engañoso espejismo. Aquel esperanzador: “Venid, subamos al monte del Señor”, nos lo decimos hoy los hijos de la Iglesia al emprender el camino del Adviento; unos a otros nos animamos diciendo: “subamos a la casa del Dios de Jacob”, vamos a Cristo Jesús, en quien habita la plenitud de la divinidad.
Él es el camino que nos lleva al Padre, él es la ley que el Padre nos da para que seamos libres, él es la palabra que nos hace discípulos de Dios. Venid, subamos hasta Cristo Jesús, escuchemos esa palabra, abracemos esa ley, sigamos ese camino: “Caminemos a la luz del Señor”.
Tú, Señor, has cumplido tu palabra: en Cristo Jesús nos has mostrado el camino que lleva hasta ti; en Cristo Jesús nos regalaste tu paz, y con ella venía tu gloria, tu vida, tu luz.
Tú hiciste posible el milagro: que tus hijos transformemos en aperos de labranza las armas de la guerra, que de las espadas forjemos arados, que de las lanzas hagamos podaderas.
Para hacerlo, sólo necesitamos la fe: sólo la fe.
Y no creímos, Señor. No creímos, y tampoco clamamos a ti para que nos dieses tu mano. No creímos y nos hundimos: transformamos en campos de batalla los que quisiste fuesen campos de pan para tus hijos, y matamos y mentimos como si tú no fueses la verdad y la vida, y llenamos de lágrimas las tiendas de los pobres como si tú los hubieses olvidado.
No creímos, Señor, y en la arrogancia de nuestra incredulidad nos burlamos de los crucificados, como si tú no existieses o los hubieses abandonado en su desdicha.
Pero eres un Dios tenaz, obstinado, paciente, y no retiras tu palabra, no dejas de presentarnos tu proyecto de paraíso para una humanidad de hermanos.
Tú eres un Dios siempre en adviento, y contigo vive en adviento la comunidad de los discípulos de Jesús, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Adviento es tiempo para esperar un mundo según el corazón de Dios.
Adviento es tiempo para soñar los sueños de Dios.
Adviento es tiempo para crear con Dios lo que con él soñamos.
Adviento es tiempo para creer.
Si crees, subirás con gozo al monte del Señor. Si crees, irás con alegría a la casa del Señor. Si crees, esperarás en vela la llegada de Cristo Jesús, la venida del que es tu paz, tu alegría, tu luz, tu vida.
¡Qué alegría cuando me dijeron: «vamos al encuentro de Cristo Jesús»!
Para ese encuentro, sólo necesitamos la fe: sólo la fe.
ORACIÓN:
«Muéstranos, Señor, tu misericordia, y danos tu salvación.»
«Ven, Señor Jesús.»
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
domingo, 20 de noviembre de 2022
¡FELIZ DOMINGO! SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
San Lucas 23, 35-43.
“En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros se ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguró: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
«Dios mío, mi Rey»
El letrero que había por encima de ti, decía: “Éste es el rey de los judíos”.
Quiero pensar, Jesús, que nunca me hallé entre los magistrados que te hacían muecas; quiero pensar que nunca te ofrecí vinagre para tu sed, que nunca te insulté, nunca te desafié, nunca he tenido la idea de tentarte y reclamar demostración o prueba de que eras el Mesías de Dios, el Elegido.
Pero me pregunto, Jesús, si has llegado a ser para mí lo que, en la tarde de tu crucifixión, fuiste para aquel malhechor al que desde entonces llamamos bueno, y no porque lo fuese, sino porque, consciente de no serlo, tuvo la osadía creyente de acogerse a tu bondad.
No podías ser para mí lo que fuiste para él, si tu misericordia no me llevase a reconocerme en él, a identificarme con él, a saberme él, a ser él. Ese malhechor, ahora consciente de que nada se le debía, era yo; ese ladrón, que delante de ti confesaba merecida su condena mientras reconocía la tuya como una manifiesta iniquidad, ése era yo.
Y lo mismo que aquel malhechor, nada puedo yo alegar para reclamar nada; sólo puedo acogerme a tu inocencia, a tu bondad, a ti.
El letrero decía: “Éste es el rey de los judíos”. Pero yo leo: Éste es mi Rey. Conocerme, conocerte… saber quién soy, saber quién eres… Entrar en el misterio de ese malhechor que está contigo en la misma condena.
Yo, con los demás crucificados, recibiendo el justo pago de lo que hicimos… Tú, a nuestro lado, como uno de nosotros, pagando por lo que no habías hecho…
Allí, junto a tu cruz, nada podía yo pedirte, nada se me debía, nada encontraría en mi vida y dentro de mí que pudiese sustentar siquiera las palabras de una petición…
Pero me quedabas tú, me queda aún tu inocencia, tu justicia, tu libertad…
Y en tus manos me dejé, a tu justicia me confié buscando asilo en tu memoria: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Y al momento respondiste: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Al momento me atendiste y me acogiste.
El que estaba conmigo en una cruz que sólo a mí se me debía, me quiso con él en un paraíso que sólo a él le pertenecía.
El que, buscándome, había bajado desde Dios a mi pobreza, me llevó con él a su plenitud.
Mientras en tus heridas, Jesús, guardabas mi tristeza, llenabas de tu dicha mi soledad. Mientras te quedabas con mi lepra, me regalabas tu santidad. Mientras bajabas a la noche de mi muerte, me regalabas la certeza de un asombroso amanecer contigo en tu paraíso.
Jamás hubiese sabido pedir lo que tu amor había predispuesto darme.
Jamás hubiese pensado que acogerme a tu recuerdo me permitiría entrar contigo en el cielo.
Jamás hubiese imaginado que tú lo eras todo para mí.
Pero dijiste: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Y desde lo alto de mi cruz, desde lo hondo de mi nada, desde la noche de mi vida, todo mi ser exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”; todo mi ser proclamó: “¡Dios mío, mi Rey!”
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
domingo, 13 de noviembre de 2022
¡FELIZ DOMINGO! 33º DEL TIEMPO ORDINARIO
San Lucas 21, 5-19.
“En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: Esto que contempláis, llegará un día que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.
Ellos le preguntaron: Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo esto está para suceder?
Él contestó: Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre diciendo: ‘Yo soy´ o bien ‘el momento está cerca´; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y revoluciones no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.
Luego les dijo: Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa: porque yo os daré palabras y sabiduría a la que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.”
La esperanza nos guarda en su regazo
Es una evidencia: nuestra legalidad mata.
En ese sistema legal de poder, la mentira es recurso necesario para que el mal asuma la forma de bien, la opresión se disfrace de servicio al bien común, de modo que los pobres sean entregados a la muerte sin que la conciencia tenga nada que reprochar.
En ese espacio reseco de humanidad, las evidencias del horror no sirven para que se haga justicia a las víctimas sino para hacer rentables políticamente las tragedias.
Puede que en ese mundo nada signifiquen las palabras de un profeta, pero aún así, las hemos de recordar: “Escuchadme, jefes de Jacob, príncipes de Israel: ¿No os toca a vosotros ocuparos del derecho, vosotros que odiáis el bien y amáis el mal? Arrancáis la piel del cuerpo, la carne de los huesos; os coméis la carne de mi pueblo, lo despellejáis, le rompéis los huesos, lo cortáis como carne para la olla o el puchero.” –Miq 3, 1-3-.
Un día, lo sepan o no, también gritarán los devoradores de pobres: gritarán pidiendo auxilio, y el Señor “no les responderá, les ocultará el rostro por sus malas acciones” –Miq 3, 4-. En aquel día, nadie podrá ayudarles, pues ellos mismos han abierto un abismo entre su desdicha y el consuelo de Dios.
Ahora, Iglesia de Cristo, escucha la promesa del Señor: “Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas”.
Ya puedes intuir quiénes son los que honran el nombre del Señor. Si lo deshonra el que devora la carne de su pueblo, lo honran los que a ese pueblo lo rodean de justicia y rectitud; si lo deshonran los que esclavizan a los hijos de Dios, lo honran quienes son para ellos causa de liberación.
En mi vida, honra o deshonra del nombre de Dios son realidades inseparables del trato digno o indigno que de mí reciban los hijos de Dios.
Y puede que con asombro, empieces a sospechar que el otro, los otros, los hijos de Dios, son el nombre de Dios para ti: Dios se llama huérfano, viuda, extranjero; Dios se llama hambriento, sediento, desnudo, encarcelado, enfermo; Dios se llama emigrante, refugiado, perseguido, humillado, calumniado, sin papeles, sin derechos. Dios se llama hombre crucificado. ¡Dios se llama Jesús!
Por otra parte, para ti que lo honras y lo amas, Jesús es el “sol de justicia que lleva la salud en sus alas”: tu paz se llama Jesús; la justicia que te viene de Dios se llama Jesús; tu libertad se llama Jesús; la gracia de Dios para ti se llama Jesús; tu salvación se llama Jesús.
Que nadie os engañe, porque muchos vendrán usurpando el nombre de Jesús: vendrá el progreso, la tecnología, el bienestar, la política, la ideología, la religión, y todos os dirán, “yo soy tu paz”, “yo soy tu justicia”, “yo soy”; todos pretenderán hacerte creer que “el momento está cerca”, que su tiempo ha llegado. No vayáis tras ellos. Son sólo apariencia. De todo eso, no quedará piedra sobre piedra: “Todo será destruido”.
El nuestro es tiempo para la confianza y el testimonio, tiempo para la esperanza y el martirio, tiempo para la sabiduría y la caridad.
Cuanto más oscura sea la noche, más intensa se nos hace la memoria de la luz, y más se vuelven nuestros ojos al oriente, de donde esperamos que amanezca para los oprimidos el sol de la justicia.
La noche duele, en la noche morimos, pero la esperanza nos guarda en su regazo: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.
Ven, Señor Jesús.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
domingo, 6 de noviembre de 2022
¡FELIZ DOMINGO! 32º DEL TIEMPO ORDINARIO
SAN LUCAS 20, 27-38.
“En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos que niegan la resurrección y le preguntaron: Maestro, Moisés nos dejó escrito: ‘Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano´. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.
Jesús les contestó: En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob´. No es Dios de muertos sino de vivos: porque para Dios todos están vivos.”
Creo… la resurrección de la carne
“El Rey del universo nos resucitará para una vida eterna”: nosotros lo podemos repetir como quien dice una frase sin sentido, como quien se abandona a una ilusión, a una ensoñación; pero también puedo decirlo como aquellos hermanos y aquella madre que, en la verdad de esas palabras, guardaron el tesoro de sus vidas. Ellos lo hicieron entonces, anticipando en la humilde fortaleza de su fe el abandono confiado de Cristo Jesús en las manos de su Padre: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
Ésa es la fe de los mártires, ésa es la fe de Jesús: fe en un Dios que es Padre, fe en un Dios de vida, fe en la resurrección.
Tengo la sensación de que evitamos incluso la palabra; y, si la admitimos a trámite, lo habitual es que deformemos su significado, pues se la entiende como “vuelta a esta vida”, como “regreso a las peripecias del tiempo”, y la evidencia incontestable de que “de allá nadie vuelve” reenvía la resurrección al ámbito del sinsentido.
Pero incluso cuando la aceptamos desde la fe, la resurrección podría verse disminuida en su significado, pues, si la entendemos realizada en Jesús como principio y anticipada por gracia para la Madre de Jesús, y para nosotros la esperamos sólo al final de los tiempos, nuestra vida ahora y nuestra eucaristía hoy pueden quedar a la deriva, olvidadas, abandonadas, entre aquel principio y aquel final: ¡Y no lo están!
Cuando decimos: “Creo la resurrección de la carne”, además de confesar aquel principio y aquel final, confesamos que Cristo Jesús está siempre con nosotros, que vive en nosotros, que nuestra vida está con él escondida en Dios, que estamos con él a la derecha de Dios en los cielos.
Cuando decimos: “Creo la resurrección de la carne”, confesamos que, en Cristo, hemos pasado de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, del luto a la fiesta, del pecado a la gracia, de la muerte a la vida.
Cuando decimos: “Creo la resurrección de la carne”, confesamos que hemos resucitado con Cristo a vida nueva.
Si digo: “Creo la resurrección de la carne”, confieso: “que Dios es amor”, “que Dios es vida”, “que Dios me ama y es mi vida”, “que puedo dejar mi vida en manos de Dios”.
Y la eucaristía que celebras es sacramento de esa fe que profesas.
En tu eucaristía, Iglesia esposa de Cristo, te encuentras con tu Señor: lo reconoces presente en medio de tus hijos, lo escuchas mientras te habla en la palabra de las Escrituras santas, lo acoges mientras te sirve en el ministro que preside tu celebración, y junto con Cristo Jesús, que te amó y que por ti se entregó, también tú te ofreces al Padre y haces tuya la obediencia de amor del Hijo más amado.
En tu eucaristía comulgas con Cristo Jesús, te haces una con tu Señor, de tal modo que, si te buscas, sólo en él podrás encontrarte, y si lo buscas, sólo en ti lo encontrarás.
No te busques entre los muertos, pues, por la fuerza del Espíritu que se te ha dado, estás para siempre en el cuerpo del que es la Vida, eres su cuerpo.
En la eucaristía y en la vida, estamos resucitados con Cristo, somos del Señor. Sólo esperamos el día en que, “al despertar”, nos saciaremos de su semblante, porque lo veremos tal cual es.
Feliz domingo.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger