martes, 31 de mayo de 2016
domingo, 29 de mayo de 2016
SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
SAN LUCAS 9,11b-17
“En aquel tiempo,
Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo
necesitaban. Caía la tarde, y los
Doce se le acercaron a decirle: Despide a la gente; que vayan a las aldeas y
cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en
descampado.
Él les contestó:
Dadles vosotros de comer.
Ellos replicaron: No
tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de
comer para todo este gentío. (Porque eran unos cinco mil hombres).
Jesús dijo a sus
discípulos: Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.
Lo hicieron así, y
todos se echaron.
Él, tomando los
cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición
sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran
a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos”.
*** *** *** ***
San Lucas solo
transmite un relato del milagro de la multiplicación de los panes y los peces
(a diferencia de Mt y Mc que trasmiten dos). El contexto es significativo:
Jesús está a sus cosas: la predicación del Reino y a la actuación de ese Reino.
Los Doce están también a lo suyo: a que no surja un problema por falta de
alimento para la gente que sigue a Jesús.
Las estrategias son
distintas: los Doce quieren desentenderse –“despide a la gente”-; Jesús aborda
el problema y lo soluciona. Y así, aquellos hambrientos de oír la palabra de
Dios, personificada en Jesús, encuentran en ella y de ella su alimento. Los
Doce, con todo, no son desplazados; se convierte en mediadores del milagro. La
aplicación catequética es clara: Cristo es el Pan que alimenta el hambre del
hombre; los discípulos deben ser quienes hagan llegar ese Pan -Palabra y
Eucaristía- a los hombres.
REFLEXIÓN PASTORAL
Celebramos hoy uno
de esos días que, en frase popular, resplandecen más que el Sol. Una fiesta
profundamente enraizada en la tradición de nuestro pueblo. Una buena ocasión para interiorizar y
exteriorizar nuestra fe y nuestro amor a la Eucaristía. Y también, para reflexionar sobre ella. No sea
que habituados a casi todo, nos insensibilicemos ante esta maravilla, ante este
misterio.
¿Qué es la Eucaristía? Es la
mayor audacia de Cristo, de su amor al hombre. El colofón de la gran aventura
de la encarnación de Dios. “En la víspera solemne... los amó hasta el extremo”
(Jn 13,1). Sí, se trata de un exceso. La
Eucaristía no fue un gesto, ni un hecho aislado ni aislable en la vida de
Cristo. No fue una improvisación de última hora. Fue algo muy pensado. Ha de
situarse en la lógica de la vida de Jesús: una vida para los demás. Y de maneras diferentes fue sembrando su vida
de alusiones: las parábolas del banquete son un ejemplo... Y así, “en la noche en que iba a ser
entregado, tomó pan...” (I Co 11, 23).
La Eucaristía nos
habla del amor de Dios hecho presencia:
Dios está con nosotros; en nuestros pueblos y ciudades siempre hay una casa
abierta en la que habita Dios hecho vecino de nuestras penas y alegrías,
dispuesto siempre a la confidencia. ¡Cómo cambiarían nuestras vidas si fuésemos
conscientes de esa verdad! La calidad de nuestra convivencia subiría muchos
enteros si la contrastáramos con este
divino interlocutor.
La Eucaristía nos
habla del amor de Dios hecho entrega.
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo”. Y éste se tomó a sí mismo, se
hizo Eucaristía y dijo: “Esto es mi Cuerpo entregado...; esta es mi Sangre
derramada; tomad”.
La Eucaristía nos habla
del amor de Dios hecho comunión: “Comed,
bebed...; el que come mi carne tiene vida eterna”.
Y para eso escogió
un elemento sencillo, elemental: el pan y el vino. Realidades que justifican y
simbolizan los sudores y afanes del hombre; que unen a las familias para ser
compartidos, y que simbolizan el sustento básico...; eso lo escogió para
quedarse con nosotros, indicándonos el
sentido de su presencia: alimentar nuestra fe y unirnos como familia de los
hijos de Dios. No es, pues, un lujo para
personas piadosas; es el alimento necesario para los que queremos ser
discípulos y vacilamos y caemos. Es el verdadero “pan de los pobres”.
Pero ese amor de
Dios nos urge. Cristo hecho presencia nos urge a que le hagamos presente en
nuestra vida, y nos urge a estar presentes, con presencia cristiana, junto al
prójimo. Cristo hecho pan, nos urge a compartir nuestro pan con los que no lo
tienen. Cristo solidario, nos urge a la solidaridad fraterna. Cristo, compañero
de nuestros caminos, nos urge a no retirar la mano de todo aquél que, incluso
desde su doloroso silencio, por amor de Dios nos pide un minuto de nuestro
tiempo para llenar el suyo. Cristo, entregado y derramado por nosotros, nos
urge a abandonar las posiciones cómodas y tibias para recrear su estilo radical
de amar y hacer el bien.... Por eso la
Eucaristía es recordatorio y llamada al amor fraterno. “Día de la
caridad”. Ella es la que hace posible,
y al mismo tiempo exige la caridad.
“El cáliz de la
bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que
partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así
nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos
del mismo pan” (I Co 10,16-17).
Esto significa la
comunión. Y así entendida es un acto serio y comprometido, pero bello y
apasionante. De ahí la recomendación de S. Pablo “Que cada uno se examine,
porque quien come y bebe indignamente el cuerpo y la sangre del Señor...” (I Co
11,28-29). No es una amenaza para que nos alejemos de la Eucaristía,
sino una advertencia para que nos acerquemos a ella con dignidad.
Estas son algunas
sugerencias que trae a nuestra vida la celebración del Corpus Christi. Cristo
se ha entregado no solo por nosotros, sino a nosotros - se ha puesto en
nuestras manos - para hacer de nosotros su propio cuerpo. Agradezcamos,
adoremos y acojamos responsablemente su presencia.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué resonancias suscita en mí
la Eucaristía?
.- ¿Qué “hambres” sacia y qué
“hambres” provoca?
.- ¿Qué “entregas” en mi vida
provoca la “entrega” de Jesús?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,OFMCap
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domingo, 22 de mayo de 2016
SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
SAN JUAN 16,12-15
“En
aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Muchas cosas me quedan por deciros,
pero no podéis cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el Espíritu de la
Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo:
hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará,
porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es
mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”.
*** *** *** ***
En
el momento de la despedida, Jesús promete a sus discípulos, aún inmaduros para
comprenderlo todo, la asistencia del Espíritu Santo. Será el Maestro interior,
que les llevará al conocimiento de la Verdad plena, es decir, a la plenitud del
conocimiento de Jesús. Profundamente vinculado a él, el Espíritu lo glorificará
y plenificará su obra. La originalidad del Espíritu no está en la temática, que
es la de Jesús, aprendida del Padre, sino en la capacidad para ayudar a
profundizarla y a difundirla.
REFLEXIÓN PASTORAL
Celebramos
la fiesta del Misterio de la Santísima Trinidad: la verdad íntima de Dios, su
misterio. Y la verdad fundamental del cristiano. Para unos resulta prácticamente
insignificante; para otros, teóricamente incomprensible...Y así, unos y otros,
por una u otra sinrazón, “pasan” de él. ¿Tanto nos habremos insensibilizado y
distanciado de nuestros núcleos originales?
En su nombre somos bautizados; en su nombre se nos perdonan los pecados;
en su nombre iniciamos la Eucaristía; en su nombre vivimos y morimos: en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Hoy
se constata una tendencia a prescindir de Dios. Insensibles, vamos
acostumbrándonos o resignándonos a eso que ha dado en llamarse “el silencio de Dios”, y que otros, más
audaces, denominaron “la muerte de
Dios”; sin percatarse de que, en esa atenuación o desaparición del sentido de
Dios, el más perjudicado es el hombre, que pierde así su referencia fundamental
(Gn 1, 26-27), hundiéndose en el caos de sus propios enigmas.
¿Quién
es Dios? Una pregunta desigualmente respondida, pero una pregunta ineludible,
inevitable, porque Dios no deja indiferente al hombre; lo lleva muy dentro para
desentenderse de Él.
Para
nosotros, ¿quién es Dios? Dios no puede
ser afirmado si, de alguna manera, no es experienciado. ¿Qué experiencia
tenemos de Dios? ¿Tenemos alguna? ¿O solo lo conocemos de oídas?
Estamos
expuestos a un grave riesgo: acostumbrarnos a Dios, un Dios cada vez más
deteriorado por nuestras rutinas. Un Dios al que llamamos “nuestro dios”, quizá
porque le hemos hecho nosotros, a nuestra medida, y que sirve para justificar
nuestras cómodas posturas, sin preguntarnos si ese “dios” es el Dios verdadero.
“A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1 ,18). Jesús
es quien esclarece el auténtico rostro de Dios, su auténtico nombre. Y no
recurrió a un lenguaje difícil, para técnicos, sino accesible a todos: Dios con
nombres familiares: Padre, Hijo y Espíritu de Amor. Dios es familia, diálogo,
comunión. Jesús no tuvo interés en hacer una revelación teórica de Dios,
esencialista, sino concreta. Por eso Dios para nosotros más que un misterio, aunque no podemos por
menos de reconocer un porcentaje de misterio, es un modelo de vida (Mt 5, 48;
Lc 6,36).
Porque
Dios es Familia, quiere que “todos sean
uno, como Tú y Yo somos uno” (Jn
17,21); porque es Diálogo, quiere veracidad
en nuestras relaciones: “vuestro sí sea
sí...” (Mt 5,37); porque es Salvador, quiere que nadie se coloque de
espaldas a las urgencias del hermano: “Tuve
hambre...” (Mt 25,35); porque “es Amor” (8I Jn 4,), quiere que nos
amemos... A Dios hemos de traducirlo en la vida.
Esto es
creer en Dios, vivir a Dios. “Si vivimos,
vivimos para Dios” (Rom 14,8)... Ser creyente es una cuestión práctica y de
prácticas. Dejar que Dios sea Dios en la vida. Dejar que Dios sea realmente lo
Absoluto, el Primero y Principal. Lo Mejor. ¡Solo Dios!, pero no
solos con Dios, por que Dios no aísla. Quien abre su corazón a Dios de
par en par, experimenta inmediatamente que ese corazón se convierte en “casa de
acogida”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué experiencia tengo y
testimonio de Dios?
.- ¿Es un “por si acaso” en mi
vida?
.- ¿Con qué pasión busco su rostro?
DOMINGO J. MONTERO CAORRIÓN,
OFMCap.
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viernes, 20 de mayo de 2016
domingo, 15 de mayo de 2016
SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
SAN JUAN 20,19-23
“Al anochecer de aquel día, el
día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas
cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les
dijo: Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las
manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: Paz a vosotros.
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento
sobre ellos y les dijo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan
retenidos”.
***
*** ***
Mientras el libro de los Hechos
vincula el don del Espíritu a
Pentecostés, el Evangelio de san Juan habla del “anochecer del día primero de
la semana”. Jesús confía a los discípulos la misión del perdón vinculada al
Espíritu Santo. Descubre así el rostro del Espíritu, como Espíritu del perdón,
porque el perdón es de Dios (cfr. Sal 130,4). Y ese perdón es el fundamento de
la Paz. Los discípulos son enviados como prolongación de la misión de Jesús: “El Espíritu del Señor sobre mí, me ha enviado a anunciar a los pobres la
Buena Nueva, a proclamar la libertad a los cautivos…, para dar libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).
Pentecostés no marca solo la “hora” de
la misión de la Iglesia, sino también los estilos y los contenidos. La Iglesia
tiene como misión primordial actuar la misericordia y el perdón de Dios.
REFLEXIÓN PASTORAL
Esta fiesta cierra la gran trilogía
pascual. Jesús, que había resucitado al tercer día, como lo había predicho; que
había subido al cielo, como lo había anunciado; envía su Espíritu, como lo
había prometido: “Os conviene que yo me
vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros
el Consolador; pero si me voy os lo enviaré (Jn 16,7)... Mucho podría deciros aún, pero ahora no
podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la
verdad completa” (Jn 16,12-13)... Y después de la resurrección advirtió a
los Apóstoles: “Mirad yo voy a enviar
sobre vosotros la Promesa de mi Padre (Lc 24, 49)…; recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch
1,8). Con
esta aparición de la fuerza de Dios, que es su Espíritu, se pone en marcha el
tiempo de la Iglesia, tiempo fundamentalmente dedicado a la predicación del
evangelio de Jesús de Nazaret.
No es fácil hablar del Espíritu
Santo. Es un tema fluido que rehúye el encasillamiento en nuestros esquemas
mentales ordinarios. Sin embargo, eso mismo es un indicio de que nos acercamos
a un tema divino. Hablar de Dios siempre supera nuestra capacidad de
comprensión y de expresión. La inexactitud, la imprecisión, resultan
inevitables. Es casi un buen síntoma. Si a esto se añade la falta de práctica, es decir, el relativo
silencio creado en torno al Espíritu Santo, la dificultad se acentúa.
“¿Habéis recibido el Espíritu Santo?”, preguntó Pablo a los
cristianos de Éfeso. “No hemos oído decir siquiera que exista el
Espíritu Santo”, respondieron (Hch 19, 1-2). Posiblemente, nosotros
habríamos dado alguna respuesta: es Dios, la Tercera persona de la Santísima
Trinidad…Y quizá ahí se acabaría nuestra “ciencia del Espíritu”. Y sin embargo
es la gran novedad aportada por Cristo; es su don, su herencia, su legado.
Un don necesario para pertenecer a Cristo (Rom 8,9), para
sentirle y tener sus criterios de vida, y acceder a la lectura de los designios
de Dios. Un don para todos (universal) y
en favor de todos. De ahí que todo planteamiento “sectario” en nombre del
Espíritu sea un pecado contra el mismo. Los monopolizadores del Espíritu no son
sino sus manipuladores.
Es el Maestro de la Verdad; es él
quien nos introduce en el conocimiento del misterio de Cristo -“Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino
por influencia del Espíritu” (1 Cor 12,3)- , y del misterio de Dios -“Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el
Espíritu de Dios” (1 Cor 2,11)) -.
Es el Maestro de la oración. El Espíritu Santo es
la posibilidad de nuestra oración -“viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues
nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por
nosotros” (Rom 8,26)- y el contenido de
la oración (Lc 11,8-13).
Es el Maestro de la comprensión de la Palabra. Inspirador de la
Palabra, lo es también de su comprensión, pues “la Escritura se ha de leer con
el mismo Espíritu con que fue escrita”. Él da vida a la Palabra; hace que no se
quede en letra muerta. Él facilita su encarnación y su alumbramiento. “Él os llevará a la verdad plena” (Jn
16,13)
Es el Maestro del testimonio
cristiano. Sin la fuerza del Espíritu, el hombre no solo carece de fuerza para
dar testimonio del Señor, sino que su testimonio es carente de fuerza.
Es una realidad envolvente.
Cubrió totalmente la vida de Jesús - “El
Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18) -; la vida de María -“La
fuerza del Altísimo descenderá sobre ti” (Lc 1,35)-, y debe cubrir la vida
de todo cristiano comunitaria e individualmente.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué conocimiento y
experiencia tengo del Espíritu Santo y de su magisterio?
.- ¿Fructifican en mí los “frutos del Espíritu
(Ga 5,22-23?
.- ¿Cómo concreto mi
responsabilidad apostólica?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,
OFMCap
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domingo, 8 de mayo de 2016
LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR AL CIELO
Final del santo
Evangelio según san Lucas 24,46-53
“En aquel tiempo, dijo Jesús a
sus discípulos: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los
muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de
los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Y vosotros sois
testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos
en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.
Después los sacó hacia Betania y,
levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos
(subiendo hacia el cielo). Ellos se volvieron a Jerusalén
con gran alegría; y estaban siempre en el templo, bendiciendo a Dios”.
*** *** ***
Con estas líneas concluye la primera parte
de la obra de san Lucas - el Evangelio - , “mi primer libro” (Hch 1,1). La
historia de Jesús, su pasión y resurrección, formaba parte del proyecto
salvador de Dios. Los discípulos han sido testigos oculares, aunque un poco
“torpes” (Lc 24,25) inicialmente. Pero la obra de Jesús no termina con él, con
su muerte y glorificación (resurrección / ascensión). Queda por cumplir un aspecto fundamental: la
misión a todos los pueblos. Eso es tarea de los discípulos y del Espíritu - la nueva presencia de Jesús –, que les
capacitará y fortificará.
El Señor resucitado no es distinto de Jesús
de Nazaret. No ha cambiado la temática: en la despedida les habla del Reino de
Dios y de la misión evangelizadora. Desde el cielo mantiene su contacto vivo
con los suyos, asistiéndoles con su Espíritu.
La despedida de Jesús no es un adiós
definitivo, ni una ausencia. Su ascensión inagura una nueva presencia.
Bendecidos por Jesús, los discípulos afrontan la nueva tarea “con alegría” (Hch 2,46).
REFLEXIÓN PASTORAL
El
triunfo de Cristo gira en torno a tres grandes celebraciones: la Resurrección,
la Ascensión y Pentecostés. Hoy
celebramos la Ascensión. La 1ª lectura la ha narrado de una manera plástica; la
2ª lectura y el Evangelio hablan de las implicaciones de esa Ascensión: lo que
supuso para Jesús, y lo que supone para nosotros. Porque su Ascensión nos
atañe, nos pertenece, como nos recuerda la oración con que se inicia esta
celebración.
La Ascensión de Jesús es el primer paso de
nuestra ascensión, y un paso seguro, porque lo ha dado Él. Ya tenemos un pie
puesto en el cielo, o como dirá san Pablo en la carta a los Efesios, “nos ha sentado con El en el cielo”. Pero
ese primer paso de Jesús hay que seguirlo con nuestros propios pasos,
porque se trata de seguirle, de seguir sus pasos en esa ascensión personal.
La
obra de Jesús: su vida para los demás, su amor preferencial por los menos
favorecidos, su vocación por la verdad..., su ser y su hacer, han sido
rubricados por el Padre. Y, cumplida su misión, retorna al Padre, punto de
partida. “Salí del Padre y vine al mundo,
ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”. No no es un adiós definitivo, sino un hasta
luego; no es un desentenderse, porque “voy
a prepararos un lugar, para que donde esté Yo estéis también vosotros”.
La Ascensión
no significa la ausencia de Jesús de entre nosotros, sino un nuevo modo de
presencia entre nosotros. Él continúa presente “donde dos o más estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en la
fracción del pan eucarístico (1 Cor 11,24), en el detalle del
vaso de agua fresca dado en su nombre (cf. Mt 10,42), en la urgencia de
cada hombre (hambre, enfermedad, cárcel, desnudez... “pues lo que hicisteis a uno de estos lo hicisteis conmigo” Mt
25,31-44). Pero ya no será Él quien multiplique los panes, sino nuestra
solidaridad fundamentada en Él. Ya no recorrerá Él los caminos del mundo para
anunciar la buena noticia, sino que hemos de ser nosotros, sus discípulos, los
que hemos de ir por el mundo anunciando y, sobre todo, viviendo su evangelio...
Desde la
Ascensión del Señor, sobre la Iglesia ha caído la responsabilidad de encarnar
la presencia y el mensaje de Cristo. Se le ha asignado una tarea inmensa: ¡que
no se note la ausencia del Señor!
La Ascensión
es el principio y el fundamento de la misión. Una misión que consiste
fundamentalmente en elevar la realidad, liberándola del egoísmo, de la
violencia, de la mentira interesada, de la superficialidad...
La fiesta de hoy nos invita a levantar nuestros ojos, a mirar al cielo en un intento de recuperar para nuestra vida la dosis de trascendencia y esperanza necesaria para no sucumbir a la tentación de un horizontalismo materialista; para dotar a la existencia de motivos válidos y permanentes más allá de la provisoriedad y el oportunismo utilitarista.
La fiesta de hoy nos invita a levantar nuestros ojos, a mirar al cielo en un intento de recuperar para nuestra vida la dosis de trascendencia y esperanza necesaria para no sucumbir a la tentación de un horizontalismo materialista; para dotar a la existencia de motivos válidos y permanentes más allá de la provisoriedad y el oportunismo utilitarista.
Vivir mirando
al cielo es no perder nunca de vista la huella del Señor; no es, por tanto, una
evasión sino una toma de conciencia crítica frente a los intentos absolutistas
y manipuladores de los que pretenden recortar el horizonte del hombre. Elevar
nuestros ojos a lo alto es reivindicar altura y profundidad para nuestra
mirada, para inyectar en la vida la luz y la esperanza que nos vienen de Dios;
para “comprender cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de
gloria que da en heredad a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su
poder para nosotros” (2ª).
La Ascensión
del Señor supone también un acto de confianza. Cristo se confía a nuestras
manos: nos entrega su obra y Él mismo se nos entrega. Pero volverá a ver qué
hemos hecho de esa confianza. ¿Vamos a defraudarle?
Que sepamos vivir esta fiesta celebrando el
triunfo definitivo de Cristo, acogiendo con responsabilidad y gratitud la
tarea que Él nos confía. Que también nosotros sepamos elevarnos y elevar
nuestro entorno para una convivencia más humana y más cristiana, que sirva a
los demás como principio de paz y esperanza.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo vivo la Ascensión? ¿Me siento afectado?
.- ¿Qué realidades están clamando en mí y en mi entorno por
una ascensión liberadora?
.- ¿Qué hago por la Tierra nueva, donde habite la justicia?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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miércoles, 4 de mayo de 2016
martes, 3 de mayo de 2016
domingo, 1 de mayo de 2016
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos
a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la
palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado ahora que estoy a
vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi
nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he
dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy: no
os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde.
Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os
alegraríais de que vaya al padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho
ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.
*** *** *** ***
El texto seleccionado forma parte
del discurso de despedida de Jesús. Tres aspectos destacan en él. 1) Jesús
ofrece criterios de identidad para reivindicar proximidad con él: guardar su
palabra. No solo oírla, sino guardarla en el sentido de convertirla en vida. No
es una llamada al intimismo piadoso sino a la verificación existencial. El amor
no es un “sentimiento” sino un “consentimiento”. 2) Garantiza a los discípulos
la presencia del Espíritu como compañero permanente, e intérprete y memoria de
sus palabras. 3) Les envuelve en “su” paz, capaz de vencer todos los temores
inherentes a su seguimiento.
La “partida” de Jesús no abre un
vacío ni supone su ausencia. Es la culminación del proyecto que el Padre le
encomendó. Su presencia será real, pero a otro nivel: Ya no estará “con”
nosotros, sino “en” nosotros, junto al Padre, en todo aquel que cumpla sus
palabras.
REFLEXIÓN PASTORAL
Próximos ya a
la fiesta de la Ascensión del Señor, seguimos comentando las palabras de
despedida de Jesús en la tarde del Jueves Santo. Con ellas no sólo quiso abrir
confidencialmente su corazón a los discípulos, sino que también quiso abrirles
los ojos, clarificándoles algunos criterios para que, en su ausencia, y “antes de que suceda”,
supieran interpretar correctamente las situaciones, sabiendo a qué atenerse.
Pues los conflictos y los problemas no tardarían mucho en presentarse (1ª
lectura).
Así, el pasado
domingo considerábamos la señal del cristiano: el amor al prójimo “como Yo os
he amado”, con una advertencia: “permaneced en mi amor”.
Hoy nos dice: “El que me ama,
guardará mi palabra”. Y es que amar a Jesús – y al prójimo – es una cuestión
práctica. No se trata de manifestaciones rotundas de fidelidad, como S. Pedro;
ni de meros sentimientos (“No el que diga: Señor, Señor…” Mt 7,21); ni de
escuchas incomprometidas (“Has predicado en nuestras plazas...” Lc 13,26).
“El que me ama, guardará mi
palabra; el que no me ama, no guardará mi palabra”. Con ello Jesús nos quiere
decir dos cosas: que solo desde el amor es posible guardar su palabra, y que
solo el que guarda su palabra “permanece en su amor”, le ama de verdad.
Queda, pues, al descubierto la
contradicción del que se confiesa “creyente, pero no practicante”. El que no
adopta, el que no asume la praxis de Jesús, su palabra, no cree en Él ni le ama
de verdad. El amor, como la fe, sin obras está muerto.
Hay que
guardar su palabra. ¿Y eso qué implica? En primer lugar, conocerla -¿y ya la conocemos?- ; y, además, interiorizarla
y vivirla en el día a día, impregnando con su sentido y su luz los
comportamientos y actitudes personales -
“¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?” (Lc 6, 46) -.
En otra ocasión manifestó su desacuerdo con estas palabras “Anuláis la palabra
de Dios con vuestras tradiciones” (Mt 15, 6).
Abrir el
evangelio en todas las situaciones de la vida, y abrirnos al evangelio. En un
mundo saturado de palabras, vacías, artificiales, contradictorias, dichas para
no ser guardadas, infectadas por el virus de la caducidad; hay una palabra
plena, veraz, fiel, dicha para ser guardada, con una garantía de origen, la de
Jesús.
En la carta de
Santiago se nos hace una advertencia muy pertinente: “Recibid con docilidad la
palabra sembrada en vosotros y que es capaz de salvaros. Poned por obra la
palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos”
(1,21-22).
Pero, hay que
reconocerlo, esto no es fácil, ni obra del sólo esfuerzo humano; se requiere la
presencia y la fuerza del Espíritu Santo, como en María. Nadie como ella guardó
la Palabra con tanta verdad y profundidad. Aquí reside la inigualable grandeza
de María, en su entrega inigualablemente audaz a la Palabra de Dios, haciéndose
total disponibilidad: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38. Y actuando así
convirtió a la palabra de Dios en su hijo, quedando ella convertida en
Madre de la Palabra y en Morada de Dios.
Y en nadie como en María fue tan fuerte y tan íntima la acción del Espíritu
Santo.
Abrámonos a
las Palabra de Jesús, porque son más que palabras, son “espíritu y vida” (Jn
6,63); son la llave para hacer de nuestra vida una morada de Dios: “pues al que
guarda mi palabra mi Padre le amará y vendremos a el y moraremos en él”.
¡Siendo así las cosas, bien vale la pena el empeño!
REFLEXIÓN PERSONAL
.- Ante la realidad eclesial,
¿soy abierto, crítico o indiferente?
.- ¿Con qué responsabilidad asumo
la misión de ser luz, en ese proyecto nuevo de Dios?
.- ¿Cuál es mi actitud ante la
palabra de Dios?DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap
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