San Lucas 19, 1-10.
“En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí.
Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. Él bajó en seguida, y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban diciendo: Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.
Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré dos veces más.
Jesús le contestó: Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.”
Yo, Zaqueo…
Hablamos de Jesús y de Zaqueo para saber de Jesús y de nosotros.
Lo escuchamos en el evangelio de este domingo: “En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó, y atravesaba la ciudad”.
Lo escuchamos, y nuestra fe, sin apartarse de Jesús y Jericó, hace memoria de “la Palabra que al principio estaba junto a Dios”, de “la Palabra que era Dios”, Palabra que “se hizo carne y habitó entre nosotros”; escuchamos y hacemos memoria de aquel Hijo que vino de Dios y que, hecho hombre, despojado de su rango, entró en nuestra condición humana, y la atravesó mientras bajaba hasta lo hondo de nuestra debilidad.
Luego la narración añade: “Un hombre llamado Zaqueo, trataba de distinguir quién era Jesús”.
Eso es lo único que yo, pequeño y pecador, podía hacer: “tratar de distinguir quién era Jesús”. Y por lograrlo, hice lo que estaba al alcance de mi pequeñez: subir a la higuera de mis deseos, de mis pensamientos, de mis preguntas, de mi religiosidad, y desde allí, aunque sólo fuese de lejos y de pasada, tendría oportunidad de verlo, pues él pasa siempre bajo nuestra incurable nostalgia de Dios.
Pero no hubiese podido acercarme a Jesús si él no hubiese levantado los ojos para decirme: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”.
Zaqueo buscaba “distinguir quién era Jesús”, pero ya no se te oculta que, en realidad, era Jesús quien al entrar en Jericó iba buscando a Zaqueo.
Y la fe te recuerda que, por el misterio de la encarnación, la vida que estaba en Dios vino a buscarte a ti, la Palabra que era la luz verdadera vino para iluminar a todos, la Palabra que era Dios levantó los ojos hacia nosotros y pidió alojarse en nuestra casa.
Ahora ya eres tú el que hace la narración de lo que has visto y oído acerca de tu Dios, de tu encuentro con él en Cristo Jesús: “Señor, te compadeces de todos… amas a todos los seres… a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”… “El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”…
Y escuchas que contigo hacen su confesión de fe Zaqueo el publicano, María la Magdalena, Pedro el cobarde, la mujer sorprendida en adulterio, aquel ladrón que aún llamamos bueno porque Jesús lo encontró junto a su cruz, y, con ellos, todos los que formamos la comunidad de los redimidos, hombres y mujeres que, acogiendo a Jesús, acogieron con Jesús la salvación que viene de Dios.
Todo se nos ha dado en Jesús, todo se nos ha revelado en Jesús. Él es el sacramento del amor que Dios nos tiene: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. El buen pastor que buscaba ovejas perdidas fue levantado en alto para que todas lo vieran y así atraerlas a todas hacia él.
Si por la fe bajas de tu higuera y acoges contento en tu casa a Jesús, habrás acogido dichoso la ternura de Dios, la bondad de Dios, la piedad de Dios, su clemencia y su misericordia, su perdón, su compasión, su amor.
Si por la fe acoges a Jesús, no dejarás de bendecir a tu Dios, de ensalzar a tu Señor, de hablar de sus hazañas, de proclamar su gloria, de alabar su nombre por siempre jamás.
Hoy es para cada uno de nosotros la invitación de Jesús: “Baja en seguida, porque tengo que alojarme en tu casa”. Hoy somos nosotros los que, creyendo y comulgando, hospedamos a Jesús. Y también somos nosotros los que, como Zaqueo, nos comprometemos con la justicia y con los pobres.
Feliz domingo.
Quien acoge la salvación, asume un compromiso con la justicia y con los pobres.
Siempre en el corazón Cristo.Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger