SALMO RESPONSORIAL (39)
R.- AQUÍ ESTOY SEÑOR PARA HACER TU VOLUNTAD
Yo esperaba con ansia al Señor,
El se inclinó y escuchó mi grito;
me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios. R.-
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y en cambio me abriste el oído;
no pides sacrificio expiatorio,
entonces, yo digo: "Aquí estoy
--como está escrito en mi libro--
para hacer tu voluntad. R.-
Dios mío, lo quiero
y llevo tu ley en las entrañas.
He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios;
Señor, tú lo sabes. R.-
SAN JUAN 1, 35-42
"En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo:
--Este es el cordero de Dios.
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús, Jesús se volvió y al ver que lo seguían, les pregunto:
--¿Qué buscáis?
Ellos le contestaron:
--Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?
Él les dijo:
--Venid y lo veréis
Entonces fueron, vieron donde vivían y se quedaron aquel día, serían las cuatro de la tarde.
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de
los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su
hermano Simón y le dijo:
--Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).
Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
-- Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)."
REFLEXIÓN
Queridos: Empezamos
un nuevo ciclo del Tiempo Ordinario de nuestro Año Litúrgico. Todo lo que pido
para mí y para vosotros al reemprender este camino de acercamiento a la verdad
de nuestra fe y de nuestra vida, es el conocimiento de Cristo Jesús, la
comunión con él, que vivamos en él, que él viva en nosotros.
Si lo que
deseo es la verdad, lo que temo es el engaño, y más aún la mentira. De ahí la
necesidad sentida de escuchar la palabra de Dios y de meditarla desde la sensibilidad
de los pobres, desde la oscuridad en la que se mueven los desheredados de la
tierra. De Dios haremos un ídolo al servicio de nuestras manías de grandeza si
no nos acercamos a él con los pies de los humillados, con las manos de los
hambrientos, con las preguntas de los que sufren.
La palabra de
Dios sólo se puede escuchar con los oídos de los pobres. La oración sólo es
verdadera si brota de un corazón pobre.
Esta mañana
me hablaron de una niña –porque no es más que una niña-. Tiene quince años.
Tiene chulo, o como dicen por aquí, «patrón». Está encinta de ocho meses, y
todavía no la ha visto un médico. Se siente mal. Lo que uno puede prever es
que, si no se les acude de inmediato, madre e hijo morirán. Pero el patrón no
autoriza la visita.
Ella puede ser
el pobre que escucha en nuestros oídos, el pobre que suplica en nuestra
oración.
“Aquí
estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad”.
El primer pobre que oró con estas palabras fue un salmista que en la propia
vida había conocido el sufrimiento y también la salvación, un creyente que tenía
algo que decir de Dios porque llevaba grabado su recuerdo en la memoria, porque
había luchado con él en la noche, porque llevaba tocado por él el tendón.
“Aquí
estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad”.
Con palabras semejantes a éstas había orado también un niño que, llamado a ser
profeta, aprendía de noche a reconocer y a guardar en las entrañas el sonido
del misterio: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
“Aquí
estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad”. Las palabras de nuestra oración
bien pudieran ser palabras del Siervo del Señor, expresión de su pobreza, de su
obediencia, de su confianza: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado,
para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el
oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído: yo no me
resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las
mejillas a los que mesaban mi barba, no me tapé el rostro ante ultrajes ni
salivazos”.
“Aquí
estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad”.
Ésta fue la oración que hizo el Mesías al entrar en el mundo: “Sacrificios y
ofrendas no los quisiste, en vez de eso me has dado un cuerpo; holocaustos y
víctimas expiatorias no te agradan; entonces dije: «Aquí estoy yo para realizar
tu designio, Dios mío»”. Una oración que alimentará como un pan los días
todos de la vida de Jesús de Nazaret: “Mi alimento es cumplir la voluntad
del que me envió y llevar a cabo su obra”. Una oración en la que, llegada
la hora de apurar la amargura de la muerte, Jesús expresará con palabras nuevas
la misma inmutable decisión de la hora en que había entrado en el mundo: “Padre,
si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
“Aquí
estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad”. Pronuncia tu oración, Iglesia
santa, cuerpo de Cristo; pronúnciala unida a tu Redentor, a tu Salvador, a tu
Señor. No la digas más sin él, y no dejes ya que él la diga sin ti. Entonces,
como los dos discípulos de Juan el Bautista,
también tú estarás “siguiendo a Jesús”.
Y si ahora
le preguntamos: “Rabí, ¿dónde vives?”, él nos dirá: “Venid y lo
veréis”.
Fuimos y
vimos: Jesús estaba con el salmista en su canto, con Samuel en el templo, con
el Siervo del Señor en su obediencia y en su entrega…
Fuimos y
vimos que Jesús estaba en el corazón de una niña que no tenía libertad para dar
a luz sin morir.
¡Y nos
quedamos con él para siempre!
Siempre en el corazón
Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo de Tánger