MUJER EUCARÍSTICA
Santa Clara se asoció inmediatamente al movimiento sobre el Culto eucarístico que San Francisco promovió siguiendo la voluntad del papa Honorio lll, y con gran celo se dedicaba a confeccionar corporales, purificadores y todo lo necesario para las iglesias pobres, para que el Cuerpo y Sangre del Señor estuvieran dignamente tratados.
Cuando se preparaba para la Comunión no podía ocultar la emoción y las lágrimas, acercándose estremecida a Aquel por quien suspiraba su corazón.
Santa Clara es un modelo acabado de alma eucarística. Solamente contemplando su imagen ya nos habla de la Eucaristía, ahí la tiene presente en sus manos. Cristo Sacramentado es para Santa Clara y sus hijas como para los discípulos de Emaús: palabra que inflama su corazón; compañía y consuelo en sus tribulaciones; invitación y alimento sustancial para el camino. Ella tiene siempre clara su misión de sostener y edificar la Iglesia de Cristo: poner en la presencia del Señor Sacramentado cada día los momentos felices o atormentados de su historia. Y así con su confianza ilimitada en Jesús Eucaristía, se comprobó la eficacia de su oración en algunos sucesos memorables que se refieren en su vida.
Cuando el emperador Federico ll asolaba Italia con las tropas sarracenas, en una ocasión cayeron sobre los muros de San Damián, intentando saquear el sagrado recinto. Tiemblan las Damas Pobres ante tan terrible peligro y llegan hasta la Madre anegadas en llanto. Ella, aunque enferma se hace conducir hasta cerca de la puerta del refectorio y pide que le traigan la cajita de plata que contiene el Santísimo Sacramento de Nuestro Señor Jesucristo. Postrada en tierra, sumida en oración rogó con lágrimas diciendo:
“Señor, protege Tú a estas siervas tuyas, pues yo no puedo defenderlas en este trance”
Y una voz de maravillosa suavidad se dejó oír diciendo:
“Yo seré siempre vuestra custodia”.
“Mi Señor, -añadió Clara- protege también, si te place, a esta ciudad que nos sustenta por tu amor”.
Y Cristo a ella:
“Soportará molestias, mas será defendida por mi fortaleza”.
Entonces Santa Clara, levantando el rostro bañado en lágrimas conforta a las que lloran diciendo: “Hermanas e hijas mías, con seguridad os prevengo que no sufriréis nada malo; basta que confiéis en Cristo”.
Sin tardar más, de repente, el ejército sarraceno huye escapándose deprisa por los muros que habían escalado, sin causar el menor daño ni al convento ni a sus moradoras. Tal fue el milagro de la fe y del amor de Santa Clara.
El Papa Pablo Vl nos dijo así a las clarisas en una alocución: “Proteged hijas amadísimas a la Iglesia y sostened el Cuerpo de Cristo abrazando la Eucaristía, como lo hizo Santa Clara en su tiempo”. Precioso encargo que tenemos muy en cuenta todas sus hijas que sabemos el amor que tenía Santa Clara a la Iglesia, y con ese mismo amor ardentísimo permanecía en la presencia de Jesús Sacramentado en larga oración.
Así lo atestiguan las clarisas que convivieron con ella. Dicen que “cuando volvía de la presencia del Señor su rostro parecía más claro y más bello que el sol, y sus palabras transcendían una dulzura indecible al extremo que toda su vida parecía por completo celestial” (proceso de Canonización, lV, 4)
Cuando se preparaba para la Comunión no podía ocultar la emoción y las lágrimas, acercándose estremecida a Aquel por quien suspiraba su corazón.
Santa Clara es un modelo acabado de alma eucarística. Solamente contemplando su imagen ya nos habla de la Eucaristía, ahí la tiene presente en sus manos. Cristo Sacramentado es para Santa Clara y sus hijas como para los discípulos de Emaús: palabra que inflama su corazón; compañía y consuelo en sus tribulaciones; invitación y alimento sustancial para el camino. Ella tiene siempre clara su misión de sostener y edificar la Iglesia de Cristo: poner en la presencia del Señor Sacramentado cada día los momentos felices o atormentados de su historia. Y así con su confianza ilimitada en Jesús Eucaristía, se comprobó la eficacia de su oración en algunos sucesos memorables que se refieren en su vida.
Cuando el emperador Federico ll asolaba Italia con las tropas sarracenas, en una ocasión cayeron sobre los muros de San Damián, intentando saquear el sagrado recinto. Tiemblan las Damas Pobres ante tan terrible peligro y llegan hasta la Madre anegadas en llanto. Ella, aunque enferma se hace conducir hasta cerca de la puerta del refectorio y pide que le traigan la cajita de plata que contiene el Santísimo Sacramento de Nuestro Señor Jesucristo. Postrada en tierra, sumida en oración rogó con lágrimas diciendo:
“Señor, protege Tú a estas siervas tuyas, pues yo no puedo defenderlas en este trance”
Y una voz de maravillosa suavidad se dejó oír diciendo:
“Yo seré siempre vuestra custodia”.
“Mi Señor, -añadió Clara- protege también, si te place, a esta ciudad que nos sustenta por tu amor”.
Y Cristo a ella:
“Soportará molestias, mas será defendida por mi fortaleza”.
Entonces Santa Clara, levantando el rostro bañado en lágrimas conforta a las que lloran diciendo: “Hermanas e hijas mías, con seguridad os prevengo que no sufriréis nada malo; basta que confiéis en Cristo”.
Sin tardar más, de repente, el ejército sarraceno huye escapándose deprisa por los muros que habían escalado, sin causar el menor daño ni al convento ni a sus moradoras. Tal fue el milagro de la fe y del amor de Santa Clara.
El Papa Pablo Vl nos dijo así a las clarisas en una alocución: “Proteged hijas amadísimas a la Iglesia y sostened el Cuerpo de Cristo abrazando la Eucaristía, como lo hizo Santa Clara en su tiempo”. Precioso encargo que tenemos muy en cuenta todas sus hijas que sabemos el amor que tenía Santa Clara a la Iglesia, y con ese mismo amor ardentísimo permanecía en la presencia de Jesús Sacramentado en larga oración.
Así lo atestiguan las clarisas que convivieron con ella. Dicen que “cuando volvía de la presencia del Señor su rostro parecía más claro y más bello que el sol, y sus palabras transcendían una dulzura indecible al extremo que toda su vida parecía por completo celestial” (proceso de Canonización, lV, 4)