"En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
Sabéis que está mandado: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pues yo os
digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te
abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera
ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te
requiera para andar una milla, acompáñale dos; a quien te pida, dale, y
al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo:
Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad
por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre
que está en el cielo, que hace salir el so sobre malos y buenos y manda
la lluvia a justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué
premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si
saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No
hacen lo mismo también los paganos? Por tanto sed perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto."
*** *** ***
Continúa el texto de las propuestas alternativas de Jesús, con una
invitación a desactivar la dinámica de la violencia con la fortaleza y
la ternura del perdón. El discípulo no debe ser como uno más,
reproduciendo los esquemas en curso. Ha de ser portador de
comportamientos peculiares, los que se derivan de su filiación divina.
En eso reside la “perfección” cristiana.
REFLEXIÓN PASTORAL
Aceptamos frecuentemente la
violencia, al menos la represiva, como un dato indiscutible. Parece tan
natural responder a la agresión y vengarse de ella, que todo el mundo lo
hace, hasta los cristianos.
Si queremos comprender el giro
radical que ha introducido Jesús en este tema, abramos la Biblia por el
libro del Génesis (4,24). Y escuchemos luego la respuesta de Jesús a la
pregunta de Pedro: “¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Hasta siete veces?”(Mt 18, 21.22).
“Se dijo: `Ojo por ojo y diente
por diente´. Pero yo os digo: `No hagáis frente al que os agravia. Al
contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra´” (Mt 5,38-39).
¡Así no vamos hoy a ninguna parte! pensará más de uno. Y en el fondo tiene razón. Ni el mismo Jesús lo hizo. “Si he faltado en algo, muéstrame en qué, y si no, ¿por qué me pegas?”,
replicó ante la agresión de que fue objeto en el proceso ante el Sumo
Sacerdote (Jn 18,23). No presentó la otra mejilla, sino que se enfrentó
con la brutalidad de aquel acto y lo desarmó con una pregunta,
evidenciando su injusticia y sinrazón. Y es que perdonar no es
subordinarse al mal, sino hacerlo frente, pero con otras armas, las del
amor (Rom 12,21). Se trata de desactivar la violencia; descubriéndola y
venciéndola primero en uno mismo.
En la “propuesta de la mejilla” se
halla toda una estrategia contra la violencia y la injusticia: amar al
agresor, desvelándole el sinsentido y la esterilidad de su agresión;
desmontar su violencia, enfrentándola con la fuerza de la verdad, y no
solo con la verdad de la fuerza. Y esto provocará más paz que otra
represión violenta.
¿Demasiado utópico? ¿Demasiado
teórico? No; ¡demasiado difícil! Porque para responder así uno ha tenido
que convertirse en pacífico. La madurez de una sociedad y de una
persona no reside en su capacidad de represión, sino en su capacidad de
convicción. Y solo el amor y el perdón convencen.
Importante lección. Como también lo
son los apuntes que ofrecen las dos primeras lecturas: 1) Dios es el
modelo y la motivación vital del creyente; la santidad es una
configuración con el ser de Dios, y pasa por la actitud que se adopte
frente al prójimo. La santidad debería ser lo normal no lo excepcional
(1ª lectura).
2) El cristiano debe ser consciente
de su dignidad -templo de Dios- y de su pertenencia a Jesucristo (2ª
lectura). La reflexión de san Pablo sobre el cuerpo merece ser meditada.
Contra lo que pudiera parecer no siempre resulta fácil la comprensión y
convivencia con nuestro cuerpo. Dada la visión distorsionada que de
esta realidad se tiene y se difunde, va siendo cada vez más difícil
conseguir la armonía personal que integre correctamente las dos
dimensiones fundamentales del hombre: la corporal y la espiritual.
Absolutizaciones en uno y otro sentido han contribuido a esa “ruptura”, y
han conducido a una actitud de tabú o de banalización del cuerpo,
cuando no ya a una visión extrínseca e instrumental del mismo (“yo hago
con mi cuerpo lo que me place”).
La palabra de Dios – “luz en el sendero de la vida” (Sal 19,105)- nos sugiere perspectivas nuevas para esa “convivencia” entrañable:
· “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?” (1 Cor 6,15)
· “¿Ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en vosotros?” (1 Cor 6,19).
· “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16; cf I Co 6,19 )
· “Presentad vuestros cuerpos como una ofrenda viva, santa agradable a Dios” (Rom 12,1).
· “Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor 6,20).
Una profundización en estos
interrogantes y exhortaciones, seguramente nos alejaría del tabú o de la
banalización, para introducirnos en una visión dignificadora y sagrada
de nuestra realidad corporal. Por aquí pasan la verdadera santidad y
sabiduría.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo acojo la llamada a la santidad en mi vida?
.- ¿Soy instrumento de paz?
.- ¿Me respeto y respeto a los otros como “templos” de Dios?
Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.
Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.