San Juan 15 , 1-8.
“En aquel tiempo
dijo Jesús a sus discípulos: Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador.
A todo sarmiento mío que no da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros estáis
limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los
sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque
sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al
sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si
permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que
deseéis, y se realizará.”
Soñé el encuentro contigo
Soñé que me quedaba en ti, mi Señor
resucitado, como el sarmiento en la vid, como el amado en quien lo ama. Soñé
que moraba en ti, que era bautizado en tu muerte, que me ungía tu Espíritu, y
que contigo entraba resucitado en la vida de Dios. Soñé que en ti me perdía,
hijo en el Hijo, y que allí me alcanzaba y me poseía el amor con que el Padre
te ama. Soñé que para mí no quería otro sueño, otra dicha, otra recompensa,
otro cielo que no fueses tú.
Y tú, viniendo a mí, has hecho realidad
lo que habías hecho deseo dentro de mí, pues yo permanezco en ti cuando guardo
en mí tu palabra, cuando recibo el sacramento de tu cuerpo y de tu sangre,
cuando me visitas en los pobres que tu misericordia me pide asistir.
Abre tus ojos, Iglesia de Cristo, y
reconoce en medio de ti la presencia de tu Señor. El lector la recordará
proclamando: ¡Palabra de Dios! El que preside la evocará mientras te dice:
¡Cuerpo de Cristo! Y el Espíritu de Jesús te alertará cuando se cruce contigo
tu hermano necesitado.
No te sorprendas si a tu Señor lo
encuentras pobre, magullado y roto, abandonado en el camino, echado al borde de
una esperanza; no te sorprendas si lo ves emigrante, en las cunetas de la vida,
que mendiga unas migajas de justicia y de pan, un puñado de arroz y de futuro;
no te sorprendas si lo ves niño dormido en tus brazos: tú serás para él un
lugar de ternura compasiva, y él será para ti el lugar de la salvación.
Tu palabra, Señor, y tu cuerpo, la
eucaristía y los pobres, hacen realidad en tu Iglesia ese encuentro contigo que
le has concedido soñar.
De Dios y de los pobres:
“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”:
Necesito recordar, Cristo resucitado, esa misteriosa comunión contigo, por la
que nosotros, los sarmientos, permanecemos en ti, y tú, la vid, permaneces en
nosotros. Necesito celebrar esa misteriosa comunión contigo, porque, unidos a
ti, los sarmientos alcanzamos ya el destino donde nos ha precedido la vid; y tú
continúas haciendo con nosotros el camino que aún nos queda por recorrer.
Necesito saberme en ti y para siempre, Cristo resucitado, si no quiero que me
ahogue la evidente comunión de todo mi ser con la banalidad de la muerte, con
la banalidad del mal. Necesito saberte en mí, saberte resucitado en mí, saberte
vivo en esta vida mía, que sólo puede merecer ese nombre si eres tú quien vive
en ella.
En ti, Cristo
resucitado, somos algo más, mucho más, que residuos errantes de una estrella
apagada: somos poco menos, sólo poco menos, que el cuerpo de Dios.
Lo que somos
en ti, nos permite liberarnos de nosotros mismos, del afán de atesorar, del
agobio por la vida y el alimento, de la preocupación por el cuerpo y el
vestido.
Lo que tú eres
en nosotros, en tu cuerpo, en tu Iglesia, nos deja arrodillados a los pies de
todos, últimos entre todos, siervos de todos.
Tú, por la
encarnación, te has revestido de nosotros; y nosotros, por el bautismo, nos
hemos revestido de ti; por la fe en ti, somos uno contigo, somos hijos de Dios.
Contigo
permanecemos en Dios; con nosotros tú permaneces en los caminos de la
humanidad. Contigo hemos conocido la libertad de todo agobio y preocupación;
con nosotros tú continúas haciéndote siervo de todos.
Hoy, después
de escuchar la palabra que nutre la fe, después de cantar la dicha de haberte
conocido, después de bendecir al Padre de toda gracia, haremos comunión
contigo, Cristo resucitado, y contigo, como tú, seremos para siempre de Dios y
de los hombres, de Dios y de los pobres.
Siempre en
el corazón Cristo.
+ Fr.
Santiago Agrelo
Arzobispo
emérito de Tánger