miércoles, 6 de julio de 2022

VIGILIA DE ADORACIÓN


 ¡Quedáis todos invitados!

domingo, 3 de julio de 2022

¡FELIZ DOMINGO! 14º DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 10, 1-12. 17-20

                                                      
"En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ella vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed de lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: “Está cerca de vosotros el Reino de Dios”. Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: “Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el Reino de Dios”. Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo”.
Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre” Él les contestó: “Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombre están inscritos en el cielo”.
 
 

 Aunque es de noche”:

 

He decidido traer a este domingo palabras que escribí hace doce años.

Fueron escritas desde una noche que, aquel año, apenas se dejó insinuar en la fiesta de nuestra eucaristía: «Hoy, aunque es de noche, la Iglesia convoca a la tierra entera para que toda criatura se una a su alabanza en un himno de aclamación al Señor: “Aclamad al Señor, tierra entera”. Hoy, aunque es de noche, los verbos de nuestra celebración son imperativos de fiesta: “Festejad, gozad, alegraos”, “aclamad, tocad, cantad”».

Desde entonces, para los pobres, para los emigrantes, no ha dejado de ser noche; y para ti, Iglesia cuerpo de Cristo, Iglesia de los pobres, nunca dejará de ser un imperativo la alegría.

En lo que va de semana, aún no hemos hecho el recuento de los muertos en la frontera de Melilla. Puede que ese recuento nunca se haga, porque es de noche; puede que nada más se diga de los heridos, porque es de noche; puede que ya nadie vuelva a preguntar por los que han sobrevivido, porque es de noche. Y, en esta noche de los pobres, noche de la justicia, noche de la conciencia, noche de la humanidad, hoy como hace doce años, en la eucaristía, recordamos y celebramos misterios de gozo: «Recordamos con el salmista los caminos de la Pascua por los que el Señor llevó a su pueblo desde la tierra de la esclavitud a la tierra de la libertad: “Él transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río”. Recordamos con el profeta las palabras de la promesa de Dios a Jerusalén, palabras que abrían el futuro al paso de los rescatados del Señor: “Yo haré derivar hacia ella como un río la paz…”».

Hay algo en las palabras del salmo que atraviesa como una burla la carne de los pobres: “Él transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río”. La tierra firme de la frontera de Melilla no fue para los emigrantes un lugar de salvación, no fue para ellos una tierra de libertad, nadie en esa frontera hizo derivar hacia ellos “como un río la paz…”.

Entonces me fijé en Jesús que sube a Jerusalén, en el hombre Cristo Jesús que está subiendo hacia su frontera, hacia su pasión y su cruz, hacia la muerte y la vida, hacia su noche, hacia Dios. Si las refiero a Jesús, las palabras de la liturgia dejan de ser burla para ser revelación. «Con Jesús suben a Jerusalén la paz y la misericordia. En Jesús que va hacia su noche, Dios consuela a su pueblo. Por Jesús, los extraños entramos como hijos en el Reino de Dios.»

Me fijé en Jesús y entendí que sólo él, sin ofenderlos, puede decir a los pobres las palabras de la oración: “Venid a ver las obras de Dios… Venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo”. Sólo él se las puede decir.

Y aprendí que la Iglesia puede decirlas, sin ofenderlos, si las dice desde la misma cruz de los pobres, desde la misma cruz de Jesús, desde la misma frontera, desde la misma patera.

Las palabras de nuestra liturgia dominical dejan de ser una burla sólo si las dice Cristo crucificado, sólo si las dicen los crucificados con Cristo, los pobres, los sin derechos, los condenados a muerte en los caminos de la inmigración. Las palabras de la liturgia dejan de ser una burla sólo si las decimos con Cristo y con los pobres.

«Hoy, Iglesia amada del Señor, convocas al mundo entero a tu domingo, a tu fiesta, que no es sólo memoria de un pasado glorioso o esperanza de un futuro mejor, sino que es acontecimiento salvador, encuentro con Cristo tu Señor», abrazo en Cristo tu Señor a cuantos son su cuerpo sufriente.

Hoy, con el Salmista, con Jesús, con los pobres, aunque es de noche, vas diciendo: “Venid a ver las obras de Dios… os contaré lo que ha hecho conmigo”.

No hagas mentiroso a Dios: «Reparte con los pobres tu paz y tu pan, e invítalos a tu fiesta. Que también ellos puedan aclamar y tocar y cantar. Que puedan alegrarse siempre contigo, aunque es de noche».

Feliz domingo, aunque es de noche.

Siempre en el corazón Cristo. 

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 26 de junio de 2022

¡FELIZ DOMINGO! 13º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

SAN LUCAS 9, 51-62                            

         “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino entraron en una aldea de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén.

Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos? El se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.

 Mientras iban de camino, le dijo uno: Te seguiré a donde vayas. Jesús le respondió: Las zorras tienen madriguera y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza.

A otro le dijo: Sígueme.

Él respondió: Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le contestó: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.

Otro le dijo: Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia.

Jesús le contestó: El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios”.

 

LIBERTOS DE CRISTO, ESCLAVOS DE AMOR:

En la Iglesia se habla –hablamos- muy poco de libertad; puede incluso que, en muchas ocasiones y de muchas maneras, nos hayamos mostrado recelosos de la libertad, si no abiertamente contrarios a su ejercicio. Y, sin embargo, en la lectura apostólica de este domingo oiremos proclamar: “Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado”.

Y has entendido que se te decía: Cristo nos ha liberado para amar; el amor hizo a Dios nuestro esclavo para que nos hiciéramos esclavos unos de otros por el amor: ¡Somos libertos de Cristo para ser esclavos de su amor!

La palabra de la revelación te recuerda que en esa esclavitud de amor, en esa libertad de “amar al prójimo como a ti mismo”, en esa llamada a “amar a todos como Dios te ama”, se encierran para ti todos los mandatos de la Ley.

Aquel día, que parecía hecho sólo para la tristeza de los esclavos, a la entrada de la iglesia en la que se celebraba el entierro de un bebé que había sobrevivido apenas unos minutos a su nacimiento, un cartel iluminaba la noche del sentido: “Lo importante en la vida  no es hacer algo, sino nacer y dejarse amar”.

Las palabras eran un certificado de plenitud para la vida de aquel hijo, y una apertura de cada vida al aire de la libertad. Los padres del bebé habían podido suscribir aquel mensaje porque sabían cuánto amaban ellos a aquel hijo, y también porque la fe les decía cuánto a todos los amaba Dios.

Si se ha nacido amado, se ha tenido una vida completa aunque sólo se haya conocido por un instante la ternura de quien nos ama.

La libertad que has recibido de Cristo es libertad de la necesidad de poseer, ya se trate de hijos, de seres queridos, de riquezas o de la propia vida.

La libertad que de Cristo has recibido es libertad frente al dolor, a la enfermedad, a la muerte; es la libertad que Eliseo necesitó para dejar bueyes y aperos de labranza y casa y familia, y correr tras Elías”; es la libertad que recibieron los discípulos para dejarlo todo y seguir a Jesús.

Ésa es la libertad que  hace posible en Teresa de Jesús la serena quietud de su “sólo Dios basta”, la misma que hizo posible en Francisco de Asís la plenitud que se intuye resumida en la aclamación: “¡Mi Dios, mi todo!”

La libertad que de Cristo has recibido, Iglesia amada de Dios, es la que te permite hoy hacer tuyas las palabras del Salmista: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano”.

Lo dirás orando, lo dirás comulgando; lo dirás con tus hermanos de fe, lo dirás con tus hermanos de pobreza: “Yo digo al Señor: «Tú eres mi bien.»”; “Tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero”.

Y lo que va diciendo tu oración y tu comunión, al tiempo que te hace libre de tus esclavitudes, te hace siervo de todos por el amor.

Esa libertad sólo Cristo te la puede dar y nadie te la puede quitar.

Feliz domingo.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

lunes, 13 de junio de 2022

domingo, 12 de junio de 2022

SEPTENARIO A LA SANTÍSIMA TRINIDAD. DÍA 7º

 


¡Oh Padre mío todopoderoso y eterno! Inclínate sobre tu criatura y no veas en ella más que a tu Amado Hijo en quien tienes puestas tus complacencias. Acógeme en tus brazos Padre.

 

Santo, Santo, Santo, Señor Dios del Universo, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria.

Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

 

¡Oh mi Cristo crucificado por mi amor! Revísteme de ti mismo, para que sea mi vida una irradiación de la tuya. Actúa en mi ser como adorador, como reparador, como salvador.

 

Santo, Santo, Santo...

 

¡Oh fuego incandescente, Espíritu de Amor! Ven a mí para que hagas en mi alma una como encarnación del Verbo, y puedas renovar en ella todo su Misterio.

 

Santo, Santo, Santo...

 

¡FELIZ DOMINGO! SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD!

 


SAN JUAN 16, 12-15.

    “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”. 

 

Siendo muchos, somos uno:

Es la solemnidad de la Santísima Trinidad. Hoy celebramos un misterio que, siendo todo de Dios, es también misterio de la Iglesia.

No sólo confesamos y celebramos que Dios es Padre y es Hijo y es Espíritu Santo; confesamos también y celebramos que somos hijos de ese Padre, que somos cuerpo del Hijo, que somos templo del Espíritu Santo.

Si a Dios le decimos con verdad: “Padre nuestro”, si Cristo y su Iglesia ya no son dos sino una sola carne, si a todos nos mueve el mismo Espíritu, el Dios de nuestra fe ya no puede ser un Dios sin nosotros, y el nosotros de la fe, ya no puede ser un nosotros sin Dios.

Hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Si a la luz de nuestra fe decimos: “Dios”, entendemos Padre, Hijo y Espíritu Santo; y si decimos: “Iglesia”, entendemos “pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Y lo que la fe confiesa, los sacramentos lo manifiestan: La eucaristía que celebramos y recibimos, la comunión que hacemos, es evidencia de que pertenecemos a la intimidad de Dios, pues “fortalecidos en este sacramento con el Cuerpo y la Sangre del Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formamos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”.

Guardo memoria de aquella experiencia de comunión: era el encuentro acostumbrado entre Cristo el Señor que se ofrecía y la comunidad que lo recibía. ¡Cuántas veces nos habíamos dado aquella cita y aquel abrazo! ¡Cuántas veces, después del abrazo,  habíamos repetido la misma súplica: “quédate, Señor, conmigo”… Pero aquel día aconteció algo nuevo, algo inesperado, como si en el tiempo irrumpiese por un instante la eternidad: Aquella comunidad, que acababa de comulgar, se vio a sí misma en Dios, estaba en el Hijo de Dios, era una sola con el Hijo de Dios; aquel día, aquella comunidad se supo alcanzada por el amor con que Dios Padre ama a su único Hijo.

Y en la eternidad de aquel instante se nos hizo de casa el misterio que confesábamos de Dios: Éramos muchos y era único el Espíritu que nos animaba. Éramos muchos y formábamos en Cristo un solo cuerpo. Éramos muchos y éramos uno con Cristo en el amor recibido, uno con Cristo en el culto ofrecido, uno con Cristo para servir a todos, uno con Cristo en la misión de evangelizar a los pobres.

La comunidad de los discípulos de Jesús, la Iglesia, la humanidad entera, está llamada a ser sacramento de la unidad que es propia de Dios, conforme al deseo expresado en la oración de Jesús: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti; que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

Si el Dios de nuestra fe ya es para siempre un Dios con nosotros, el creyente ya no puede decir o pensar un nosotros sin Dios, ya no puede decir o pensar un yo sin hermanos, ya no hay lugar en él para un yo que no se reconozca a sí mismo en los hambrientos de pan y de justicia, en los abandonados al borde del camino, en los excluidos de la paz, en los que mueren persiguiendo un sueño.

La fe y los sacramentos que, haciéndonos uno en Cristo Jesús, nos hacen de Dios, haciéndonos uno con Cristo Jesús, nos hacen también de los hermanos, nos hacen de todos, como de todos es Cristo Jesús.

Y así somos “como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”, somos un testimonio verdadero y convincente del misterio de la Santísima Trinidad, somos humanidad nueva según el corazón de Dios, somos una memoria permanente de que Dios es amor.

Siendo muchos, somos uno: el misterio de Dios es también nuestro misterio.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger