SAN LUCAS 23, 35-43
En aquel tiempo, las autoridades hacían
muecas a Jesús, diciendo: “A otros se ha salvado; que se salve a sí mismo, si
él es el Mesías de Dios, el Elegido”.
Se burlaban de él también los soldados,
ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti
mismo”.
Había encima un letrero en escritura
griega, latina y hebrea: “Éste es el rey de los judíos”.
Uno de los malhechores crucificados lo
insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera
temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque
recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio éste no ha faltado en nada”.
Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Jesús le respondió: “Te lo
aseguró: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
*** *** *** ***
Los líderes religiosos no reconocieron en
Jesús al “Ungido”. El Reino que Jesús anunciaba y encarnaba les resultaba
increíble. Y, burlándose de su pretensión, lo condenaron a muerte de cruz. Y,
precisamente, en ese trono paradójico es reconocido como “Mesías” por un
malhechor. (Mc 15,32 y Mt 27,44, sin embargo, indicarán que "le injuriaban los que con él estaban crucificados").
Jesús
no se salva de la cruz; nos salva con su cruz, que es el “lugar” desde
donde
ejerce su reinado. San Juan en su evangelio presentará la cruz como el
lugar de la exaltación de Jesús y de la instauración de su señoría (Jn
12,32-33).
REFLEXIÓN PASTORAL
Dando culmen al año litúrgico, la Iglesia
celebra la fiesta de Cristo rey. Es verdad que a algunos esto puede sonarles a
imperialismo triunfalista o a temporalismo trasnochado. Es el riesgo del
lenguaje, por eso hay que ir más allá, superando las resonancias espontáneas e
inmediatas de ciertas expresiones para captar la originalidad de cada caso; de
esta fiesta y de este título en concreto.
La afirmación del señorío de Cristo se
encuentra abundantemente testimoniada en el NT.: Él es Rey (Jn 18,37); es el
primogénito de la creación y todo fue creado por él y para él (Col 1,15-16); es
digno de recibir el honor, el poder y la gloria (Ap 5,12)... La segunda
lectura, tomada de la carta a los Colosenses, que acabamos de proclamar es un
exponente cualificado de esta realeza de Cristo.
Pero no es éste el único tipo de
afirmaciones; existen otras, también de Cristo Rey: “Vosotros me llamáis el Señor, y tenéis razón, porque lo soy; pues yo os
he lavado los pies” (Jn 13,13-14), porque “no ha venido a ser servido sino a servir” (Mc 10,45), y su servicio más cualificado fue dar la vida
en rescate por muchos, reconciliando consigo todos los seres, haciendo la paz
por la sangre de su cruz (Col 1,20).
Hablar de Cristo Rey exige ahondar en el
designio salvador de Dios, abandonando esquemas que no sirven. El que nace en
un pesebre, al margen de la oficialidad política, social y religiosa, el que
trabaja con sus manos, el que recorre a pie los caminos infectados por la
miseria y el dolor, el que no tiene dónde reclinar la cabeza, el que no sabe si
va a comer mañana, el que acaba proscrito en una cruz…, ése tiene poco que ver
con los reyes al uso, los de ayer y los de hoy.
Precisamente, el evangelio de este domingo
nos le presenta reinando desde un trono escandaloso, la cruz, en una postura
incómoda, y ejerciendo hasta el final lo que fue su forma peculiar de gobierno,
el perdón y la misericordia.
Sí, Cristo es rey. Él habló ciertamente de
un reino; más aún éste fue el tema central de su vida, y vivió consagrado a la
instauración de ese reino; pero nunca aceptó que le nombraran rey. En una
ocasión la gente lo intentó, y él, nos dice el evangelista S. Juan: “Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir
a tomarlo por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte solo”
(6,15). “Mi reino no es de este mundo”
(Jn 18,36), dijo Jesús ante Pilato.
E inmediatamente se puede caer en la
equivocación de pensar que no es para este mundo. El reino de Cristo, y Cristo
rey, no se identifica con los esquemas de los reinos o poderes de este mundo,
pero sí que reivindica su protagonismo como fuerza transformadora de este
mundo.
Como se
dice en el prefacio de la misa, el reino de Cristo es el reino de la
verdad y la vida, de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor
y la paz. O sea, la lucha contra todo tipo de mentira (personal o
institucional), contra todo atentado a la vida (antes y después del
nacimiento), contra todo tipo de pecado (individual o estructural), contra
cualquier injusticia, contra la manipulación de la paz y contra la locura
suicida y fratricida del odio. ¡No es de este mundo…, pero es para este mundo!
Celebrar la fiesta de Cristo Rey supone
para nosotros una llamada a enrolarnos como militantes de su “reinado”; a
situar a Cristo en el vértice y en la base de nuestra existencia; a abrirle de
par en par las puertas de nuestra vida, porque él no viene a hipotecar sino a
posibilitar la vida. “Abrid las puertas a Cristo. Abridle todos los espacios de
la vida. No tengáis miedo. Él no viene a incautarse de nada, sino a dar
posibilidades a la existencia. A llenar del sentido de Dios, de la esperanza
que no defrauda, del amor que vivifica” (Juan Pablo II).
La fiesta de Cristo rey nos invita, también
a elevar a él los ojos y el corazón, para pedirle con humildad y esperanza: “Señor acuérdate de mi cuando estés en tu
reino” (Lc 23,43). ¡Hermosa confesión general!
Quizá añoramos o evocamos tiempos de
consagraciones multitudinarias a Cristo rey, a las que asistíamos o de las que
regresábamos convencidos y contentos de su éxito. No importaba que después de
tal consagración todo funcionara como antes o peor. No importaba que los
negocios fueran sucios, que las autoridades abusasen del poder, que los
poderosos ignorasen a los pobres y éstos odiasen a los poderosos, que se funcionara en muchos
aspectos no sólo al margen sino en contra de Cristo, que en muchas casa no
entrase Cristo aunque sí estuviese a la puerta… No importaba todo eso, porque
en algún lugar, con gran solemnidad, unos cuantos, o muchos, habían decido
ponerlo todo oficialmente a los pies de Cristo rey.
No podemos ser injustos ni ironizar sobre
el pasado. Sin duda que aquello era un gesto bien intencionado y noble…, pero
insuficiente.
¡A Cristo no hay ponerle muy alto sino muy
dentro! El reino de Dios empieza en la intimidad del hombre, donde brotan los
deseos, las inquietudes y los proyectos; donde se alimentan los afectos y los
odios, la generosidad y la cobardía…
A Cristo rey, en definitiva, se le conoce,
como nos recuerda el evangelio, profundizando en el misterio de la cruz.
Acampemos cerca de él, para escuchar como el buen ladrón la palabra salvadora:
“Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Siento pasión por el reino de
Dios?
.- ¿Con qué actos y actitudes
colaboro a que venga a nosotros su Reino?
.- ¿Adopto la actitud “regia” de
Jesús?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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