SAN MATEO 4, 12-23.
"Al enterarse Jesús de que habían arrestado
a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto
al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había
dicho el profeta Isaías:
“País de Zabulón y país de Neftalí, camino
del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que
habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y en
sombras de muerte, una luz les brilló”.
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo:
Convertíos porque está cerca el reino de los cielos.
Paseando junto al lago de Galilea vio a dos
hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo
en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: Venid y seguidme y os haré
pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Y pasando adelante vio a otros dos hermanos,
a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las
redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la
barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea enseñando en las
sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y las
dolencias del pueblo."
*** *** ***
Mateo, vincula a Jesús el oráculo
esperanzador de Isaías, y ve encarnada en Cristo la “luz grande” que viene a iluminar “a los que habitaban en tierra y en sombras de muerte”. Esa luz
comienza a iluminar con un anuncio gozoso: la conversión ante la cercanía del
reino de Dios. Y se concreta y manifiesta en una acción regeneradora de la
humanidad, curando sus dolencias y enfermedades. El Reino de Dios siempre es en favor del hombre.
Pero Jesús busca compañeros, que serán
seguidores suyos y continuadores de su obra. Y de ahí surge la Iglesia, con la
misma vocación y misión sanadora del Señor.
El seguimiento de Jesús no se agota en “seguirlo” (yendo detrás), exige
“proseguirlo” (continuando su obra).
REFLEXIÓN
PASTORAL
El
pasado mes de Septiembre, el papa Francisco emitió un Documento en el que
declaraba el III Domingo del TO como “el Día de la Palabra”. Se trata, en
definitiva, de hacer presente a la Palabra de Dios no como un elemento
ornamental sino fundamental en la vida de la comunidad cristiana. Insistiendo
en que “la Biblia no puede ser solo patrimonio de algunos y, menos aún, una
colección de libros para unos pocos privilegiados, sino una realidad
salvadora”. Estamos, pues, ante una invitación a “abrir” los ojos y los oídos a
la Palabra de Dios, abiertos al Espíritu
Santo, auténtico “inspirador” de la misma, pues, como dice la Constitución Dei Verbum, “la
Sagrada Escritura se ha
de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita”. Y hacerlo dentro del
la fe de la comunidad eclesial, presidida y guiada por los legítimos
pastores.
“La
Palabra de Dios no está encadenada” (2 Tim 2,9). Podrán ser apresados y
silenciados sus mensajeros, pero ella siempre encuentra caminos y cauces nuevos
para hacerse oír. De eso nos habla el relato evangélico: silenciada la voz profética de Juan, aparece la de Jesús.
La profecía de Isaías (Is 9,1), san
Mateo la ve cumplida en Jesús, él es esa “luz grande, que ha
amanecido al pueblo postrado en
tinieblas, a los que habitaban en tierra y sombras de muerte” (Mt 4,16).
Y esa luz comienza a iluminar los
caminos de los hombres, de todo hombre, con la llegada de Jesús y su llamada a
la conversión -“¡Convertíos!”- y con una oferta de salvación -“el
Evangelio del Reino”, acompañada de credenciales palpables -“curando las
enfermedades y dolencias del pueblo”-. Y es que la Palabra de Dios, y Jesús
es su encarnación personal, es una realidad “viva y eficaz” (Heb 4,12).
Y esa luz, esa palabra han de seguir
brillando y resonando; para eso necesita continuadores y testigos. Es el
segundo aspecto que subraya el Evangelio. Cristo se acerca a unos hombres
sencillos, en sus puestos de trabajo, para ofrecerles tarea. ¡Jesús nunca llama
al paro!
Como nos recuerda la parábola de los
obreros enviados a la viña (Mt 20,1-16), Dios constantemente está saliendo a
buscar trabajadores, porque “la mies es mucha” (Mt 9,37).
La respuesta, generosa y decidida, de
aquellos hermanos se convierte en ejemplo de respuesta. A Jesús no se le puede seguir con reticencias
y ambigüedades. Ellos dejaron “inmediatamente”
las redes; y nosotros hemos de “desenredarnos” de todo lo que nos impida ese
seguimiento. Y el subrayado “inmediatamente”
es intencionado. El seguimiento ha de hacerse sin reticencias (Lc 9,57-62).
Y
será precisamente la experiencia de ese seguimiento, lo aprendido en la
compañía de Jesucristo, lo que anunciarán después: “Lo que hemos visto y
oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1,1-3).
Aquellos hombres fueron los
intermediarios entre Jesús y la Iglesia; y hoy la Iglesia, es decir nosotros,
debemos ser los intermediarios entre Dios y el mundo.
¿Estamos
en condiciones de asumir esa tarea, de ser ese canal de transmisión, ese punto
de conexión, que no necesariamente de coincidencia?
Quizá
podríamos conseguirlo si, como nos recuerda s. Pablo en la 2ª lectura, en
nosotros brillara de forma inequívoca la unidad de sentimiento y pensamiento –“¿Está
Cristo dividido?” (1 Co 1,13); ¿no hay excesivos maestros y sectarismos?-.
Acabamos de celebrar el Octavario de
oración por la unidad de los cristianos. “Que todos sean uno…, para que el
mundo crea”, oró Jesús (Jn 17,21). Pero esa unidad no significa la
uniformidad empobrecedora y monótona, sino saber vivir en un sano pluralismo,
sin descalificaciones partidistas, buscando todos, con la mejor voluntad y
rectitud de intención, la verdad en el amor, “creciendo hasta Aquél que es
la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo toma cohesión” (Ef 4,15-16).
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Con qué
responsabilidad y generosidad asumo mi tarea evangelizadora?
.- ¿Soy
constructor de unidad y comunión en la comunidad eclesial y en la vida?
.- ¿Con qué
radicalidad sigo al Señor?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano capuchino.
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