SAN MATEO 16, 13-20.
"En aquel tiempo llegó Jesús a la
región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dice la gente
que es el Hijo del Hombre?
Ellos contestaron: Unos que Juan
Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. Él
les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón
Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió: ¡Dichoso tu Simón, hijo de Jonás! , porque eso no te lo ha
revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te
digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder
del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo
que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra,
quedará desatado en el cielo. Y les mandó a los discípulos que no dijeran
a nadie que él era el Mesías."
*** *** ***
El texto tiene como referente a Mc 8,27-30. Pero introduce un elemento
original de la tradición mateana: las promesas a Pedro como depositario de las
llaves del reino de los cielos y piedra básica de la Iglesia. La prohibición de
no decir a nadie que Jesús era el mesías, obedece a la ambigüedad que rodeaba a
ese título. Normalmente asociado a una comprensión triunfalista y de poder,
Jesús presenta “otra” muy distinta (Mt 16,21), que ni el mismo Pedro comprendía
(Mt 16,22), y que provocó una severa reprensión de Jesús, llamándole “Satanás”.
Simón Pedro oscila entre ser designado “piedra” sólida y “piedra” de tropiezo.
REFLEXIÓN PASTORAL.
El entusiasmo inicial en torno a Jesús comienza a decrecer y a despuntar
una cierta hostilidad protagonizada por los dirigentes religiosos. ¡Jesús
comienza a ser cuestionado! Y esto afecta necesariamente a la confianza del
grupo. Para serenar el horizonte, el Maestro decide abrir un breve paréntesis
en su actividad, retirándose con los Doce a la región de Cesarea de Filipo. Y
lo primero que hace es clarificar la situación: ¿cuál es el estado de la
opinión pública? Los discípulos le informan, en realidad solo de la parte
favorable, ocultando los movimientos de rechazo generados ya contra él (cf. Mt
9,34; 12,24). Pero Jesús va más allá. Le interesa la opinión de los
suyos: “¿Vosotros, quién decís que soy yo?” (Mt 16,15). Y Pedro se
adelanta, proclamando: “El Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).
Inspirado por el Padre, Pedro ha formulado el núcleo de la fe de la
Iglesia. Y Jesús convierte esa fe en la piedra angular de la misma. “Sobre esta
afirmación que tú has hecho: ´Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo`,
edificaré mi Iglesia” (San Agustín: Sermón 295).
Sí; el fundamento de la Iglesia no es Pedro, sino la fe de Pedro
-Jesucristo-; no hay otro fundamento, pues “nadie pude poner otro fundamento
que el ya puesto, Jesucristo” (1 Cor 3,11). Ese ha sido el designio, su
decisión más sublime (2ª lectura). La fe en Cristo es la roca sobre la que se
asienta la Iglesia, por eso hemos de estar muy atentos a no fundamentarla en
otras cosas. Una fe que se acoge, se proclama y, sobre todo, que se concreta en
la vida. La Iglesia surge de la fe, y solo puede mantenerse en la fe. “Si no
creéis no subsistiréis” (Is 7,9).
La Iglesia no salva -solo Dios es salvador-, sirve al proyecto salvador
de Dios. A ella se le han entregado “las llaves del Reino de los cielos”
(Mt 16,1), como a Eliacín le fue entregada la llave del palacio de David (1ª lectura). Y, partir de ahí, su
misión es hacer posible y hacer visible la realidad de ese Reino. La fuerza de
la Iglesia es la fe.
Conocemos la respuesta de Pedro (Mt 16,16), pero no
basta; en todo caso, esa respuesta no ha cerrado la pregunta, que tiene doble
resonancia: personal-contemplativa y testimonial-apostólica. Es llamada a
descubrirlo personalmente, y a descubrirnos personalmente ante él. No es la invitación a crear un Jesús a la
medida de nuestros deseos, sino a descubrirlo allí donde él ha querido dejar
los signos de su presencia (Mt 25,31ss; 1 Cor 11,23-25...). Y puesto que ese
conocimiento y reconocimiento no es conquista humana sino revelación del Padre
(Mt 16,17), tal pregunta nos llevará, necesariamente, al mundo de la oración.
Y hay algo más. No es solo la pregunta por la identidad de Jesús
sino por su entidad significativa para la vida. ¿Qué densidad, qué
contenido, qué tono aporta ese conocimiento? Pues no basta con saber quién es
Jesús, es preciso saber qué significa existencialmente (Lc 6,46; Mt 7,21). Es
la primera resonancia la personal
contemplativa.
Pero la pregunta contiene una resonancia ulterior: ¿Quién decís que
soy yo a los otros? Porque a ese Jesús descubierto personalmente, hay que
descubrirlo públicamente. El Cristo conocido debe ser dado a conocer. Y eso
llevará, inevitablemente, al centro de la vida, para ser testigos de lo que
hemos visto... (I Jn 1,1), pues no se enciende una luz para ponerla bajo
de un celemín (Lc 11,33). Es la interpelación testimonial-apostólica.
Ambas resonancias deben ser escuchadas; pues, por un lado existe la
tentación de contentarse con imágenes edulcoradas de Cristo y, por otro, la
inclinación a privatizar la fe. La fe que no deja huella en la vida es pura
evasión, y que el anuncio de Jesús, sin vivencia personal, no es
evangelización, sino mera propaganda. ¿Quién
decís que soy yo? Una pregunta que no solo define a Jesús sino a sus
discípulos.
REFLEXIÓN PERSONAL.
.- ¿Cómo es mi testimonio de Cristo? ¿Teórico o vivencial?
.- ¿Quién es Jesucristo para mí?
.- ¿Con qué pasión lo busco?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano capuchino.
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