SAN MATEO 25, 1-13.
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A media noche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!”. Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: “Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. Pero las sensatas contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”.
Mientras iban a comprarlo llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”. Pero él respondió: “Os lo aseguro: no os conozco”.
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.”
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Esta parábola aparece sólo en san Mateo, pero encuentra paralelos de fondo en Lc 12,35-38 y Mt 24,45-51. Es una parábola del Reino, comparado no con las diez vírgenes sino con una boda. Idea, por otra parte, muy común. San Mateo la interpretó como referida a la parusía (v 13), convirtiéndola en una llamada a la vigilancia, y la alegorizó: el esposo es Cristo; las jóvenes representan a los cristianos; la escena última, el juicio; el retraso del novio, la indeterminación del tiempo final; la exclusión de las necias, el castigo… El sentido original de la parábola sería la afirmación de la llegada inesperada, pero cierta, del novio al banquete de bodas, y no tanto una exhortación a la vigilancia (esto pertenecería a la labor redaccional del evangelista, lo que no falsea el sentido, pero conviene advertirlo).
REFLEXIÓN PASTORAL
La palabra de Dios nos sitúa hoy ante un gran tema: saber discernir, saber interpretar, saber vivir las dos realidades fundamentales del hombre: la vida y la muerte.
De ambas existen lecturas, interpretaciones diferentes y hasta contradictorias, lo que demuestra que son discutibles, aunque inevitables.
Saber morir. “El que no sabe morir es vano y loco...”, escribió José Mª Pemán en un poema denso de humanidad y fe. “Loado seas, mi Señor, por la hermana muerte corporal, de la que ningún mortal puede escapar”, cantaba san Francisco de Asís. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”, afirmó Jesús.
En nuestra sociedad se pretende disimular y hasta deshumanizar la muerte. Es una paradoja que nunca una sociedad produjera tanta muerte y, al mismo tiempo, pretenda ignorarla, camuflarla y hasta narcotizarla. Pero las realidades no desaparecen porque nosotros les demos la espalda. Y no es infrecuente dar la espalda a realidades que tenemos de frente y que, por lo mismo, hay que afrontar. A veces ese intento de evitar el tema no es otra cosa que una huída, un intento acallar y desoír los interrogantes que plantea.
“No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres que no tienen esperanza”, nos recuerda san Pablo. El creyente debe saber interpretar, desde su fe en el Señor resucitado, esa realidad fundamental de la vida, que es la muerte.
Y desde su fe debe saber interpretar la vida. La vida es un don de Dios, que debemos acoger con responsabilidad y gratitud. Vivir no es un pasatiempo, no es consumir días rutinariamente. El tiempo de la vida es un tiempo de trabajo, de posibilidades y de responsabilidades. ¡Cuántas veces, urgidos por lo inmediato, inmersos en lo provisorio, tergiversamos la vida! ¡Cuántas veces vivimos como las jóvenes necias de la parábola evangélica, adormilados, sin aceite ni luz en nuestras lámparas! ¡Como los hombres que no tienen esperanza!
Y cuando se nos recuerda lo equivocado de esa actitud y la necesidad de cambiar, respondemos con un “no me sermonees”, “ya habrá tiempo para eso”, “hay que disfrutar de la vida”... En definitiva, siempre remitimos a un “mañana..., para lo mismo responder mañana”.
Jesús nos recuerda hoy en el evangelio que hay que vivir en vela y a tope. Puede ocurrir, si no, que cuando nosotros creamos llegado ese mañana, ya sea tarde; que, cuando nosotros creamos que es tiempo de pulsar a la puerta del banquete y aleguemos nuestro derecho a entrar, alguien nos diga. “Nos os conozco”. No quiere meternos miedo, solo animarnos a vivir despiertos, disfrutando de la vida iluminada con la lámpara de la fe.
Reunidos en torno al altar, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador, Jesucristo, pidámosle a Dios la sabiduría y la clarividencia que viene de Él para interpretar cristianamente la vida y vivir cristianamente la muerte.
REFLEXIÓN PERSONAL
¿Vivo la vida en esperanza?
¿Qué aporta mi esperanza a la vida?
¿Con qué criterios discierno la vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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