En aquel
tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús entrando en
casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora,
al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de
perfume, y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle
los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de
besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había
invitado, se dijo: Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está
tocando y lo que es: una pecadora.
Jesús tomó la
palabra y le dijo: Simón, tengo algo que decirte. Él respondió: Dímelo,
maestro.
Jesús le dijo.
Un prestamista tenía dos deudores: uno
le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué
pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó:
Supongo que aquel al que le perdonó más. Jesús le dijo: Has juzgado rectamente.
Y, volviéndose
a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me
pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus
lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio,
desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza
con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te
digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al que
poco se le perdona, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados están perdonados.
Los demás
convidados empezaron a decir entre sí: ¿Quién es éste que hasta perdona
pecados? Pero Jesús dijo a la mujer: Tu
fe te ha salvado, vete en paz.
*** *** *** ***
Episodio
propio de Lucas, distinto de la unción de Betania (Mt 26,6-13 y paralelos). La
escena es elaborada con toques muy precisos. Jesús no es excluyente: acepta la
invitación de un fariseo. Y acepta el gesto de una mujer pecadora. Los gestos
de la mujer podían ser interpretados diversamente. El fariseo opta por la
interpretación malévola; Jesús por la benévola. Y, a partir de ahí, descubre al
fariseo las “carencias” de su invitación, y destaca las “querencias” que
aquella mujer le expresa con sus gestos.
¿El perdón de
sus pecados es efecto del amor a Cristo o el amor a Cristo es el efecto del
perdón recibido? ¿La mujer es perdonada
porque ama mucho, o ama mucho porque es perdonada? Parece que el sentido
correcto es: el perdón es resultado de la fe -“tu fe te ha salvado”-; y el amor
es efecto del perdón. En todo caso, no conviene perderse en disquisiciones: el
amor y el perdón van indisolublemente unidos.
REFLEXIÓN PASTORAL
La escena evangélica que acabamos de leer es
conmovedora y está cargada de enseñanzas y sugerencias (Lc 7,36-50). La
protagonizan tres personajes: Jesús, Simón, un fariseo observante de la ley, y
una mujer “marginal” y marginada en aquella sociedad. Una mujer, pecadora
pública, a la que, curiosamente, Jesús convierte en “maestra” de lecciones
fundamentales precisamente frente a los “maestros” oficiales de Israel.
Pero sus
magisterios son distintos. Ella imparte su lección, de humanidad, ternura y
arrepentimiento, a los pies de Jesús, ungiendo y besando sus pies; ellos,
también imparten la suya, de rigorismo legalista, “sentados en la cátedra de
Moisés” (Mt 23,2), atando “cargas pesadas” sobre los hombros (Lc 11,46).
Y Jesús, que
no es un ingenuo, sabía quién era aquella mujer, sabía que en su vida había
muchos pecados, y no los justifica. Pero también sabía que no todo era pecado
en su vida, por eso no los absolutiza. Allí había gérmenes que estaban esperando
ser despertados y reconocidos: una gran fe y un gran amor. Y es lo que hace
Jesús: mirar la parte buena del corazón. Ni la mortifica con preguntas, ni la
“confiesa”. “Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor” y
“una gran fe”. ¿Y hace falta algo más?
¡Que necesario
es hoy, para todos, recuperar la mirada de Jesús! Cuántas veces creemos conocer
al otro, y en realidad no conocemos más que una parte, y no siempre la mejor.
Cuántas veces decimos, “¡Ah, si tú supieras quién es…!”. Pero, ¿y tú lo sabes?
Solo Dios conoce de verdad. “Dios no mira como los hombres; los hombres miran
las apariencias, pero Dios mira al corazón”, corrigió Dios al profeta Samuel (I
Sm 16,7).
¡Cuántas personas se han hundido
en eso que los “buenos” llaman “mala vida”, porque en un momento difícil en
que, desde su postración, buscaron comprensión y acogida, solo encontraron
dedos que les señalaban y descalificaban!
Hoy la palabra
de Dios nos invita a no convertirnos en censores de los otros, sino a
examinarnos a nosotros mismos y, como David, a reconocer que también nosotros
“hemos pecado contra el Señor”.
Y a algo más:
a asumir progresivamente, como quehacer permanente, nuestra identificación con
Cristo. “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí” afirma san Pablo en la segunda
lectura; y eso no significa ningún tipo de enajenación personal, sino una
personalización de Cristo, admitido conscientemente como referente existencial
y primordial. Pablo siente y con-siente con Cristo; vive y con-vive con Cristo;
existe y co-existe en Cristo… Se trata de una configuración que redimensiona a
la persona entera: sentimientos (Flp 2, 5ss) y mentalidad (I Co 2, 16).
Desde esta
configuración personal, la actuación del cristiano reviste la modalidad de una
acción de Jesús, porque “es Cristo quien
vive en mí” (Ga 2, 20). Y así podremos apropiarnos su mirada misericordiosa
hacia los otros y aceptar su mirada salvadora para nosotros. ¡Ojalá podamos
escuchar también las palabras de Jesús: “Sus muchos pecados están perdonados,
porque ha amado mucho…Tu fe te ha salvado, vete en paz!”
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo me sitúo ante el pecado
del otro? ¿Con misericordia?
.- ¿Puedo decir con san Pablo “es
Cristo quien vive en mí”?
.- ¿He experimentado la fuerza
transformadora del perdón de Dios?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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