SAN MARCOS 3, 20-35
"En aquel tiempo volvió Jesús a casa y se
juntó tanta gente, que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia,
vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales.
Unos letrados de Jerusalén decían: Tiene
dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios.
Él los invitó a acercarse y les puso estas
comparaciones: ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil, no
puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra,
no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre
forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá
arramblar con la casa. Creedme todo se les podrá perdonar a los hombres: los
pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu
Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre. Se refería a
los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.
Llegaron su madre y sus hermanos, y desde
fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dijo: Mira,
tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan.
Les contestó: ¿Quiénes son mi madre y mis
hermanos?
Y paseando la mirada por el corro, dijo:
Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi
hermano y mi hermana y mi madre."
*** *** ***
El relato presenta dos escenas: una, protagonizada
por los familiares de Jesús, y otra, protagonizada por unos letrados venidos de
Jerusalén. Pero en realidad, el verdadero protagonista es Jesús. Respecto de
los primeros, Jesús clarifica los horizontes de su verdadera familia -el
cumplimiento de la voluntad de Dios-; no se deja apresar por los vínculos de la
carne y de la sangre. Respecto de los segundos, denuncia su cerrazón espiritual
y su falta de discernimiento, al no saber reconocer al enviado de Dios,
confundiendo el Espíritu Santo con el espíritu del príncipe de los demonios.
Ese es el pecado “imperdonable”, no porque no tenga perdón sino porque, al no
reconocerlo como pecado, impide su arrepentimiento (cf. Jn 8,21). Es el pecado
contra la Verdad.
REFLEXIÓN PASTORAL
El relato evangélico de este domingo, a
primera vista, chocante y hasta difícil de comprender, nos habla, en primer
lugar de la posibilidad, que fue realidad, de una comprensión equivocada, malvada,
de la persona y de la obra de Jesús, de un pecado misterioso y particularmente
grave, el pecado contra el Espíritu Santo, el pecado contra la Verdad y contra
la Luz.
La actitud sus familiares, “que decían que no estaba en sus cabales”,
y la actitud de los letrados, que decían “tiene
dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”,
son expresión de ese pecado,
imperdonable según Jesús.
¿Por qué, si cualquier pecado puede ser
perdonado, éste no? Porque esta actitud no deja espacio a Dios en la vida;
supone inmunizarse ante Él; cerrarse ante el Dios que humildemente, “despojado de su rango” (Flp 2,7), llama
a nuestra puerta esperando ser abierto (cf. Ap 3,20), rechazando la mano
tendida por Dios en Jesucristo.
Jesús apareció rompiendo los cánones de la
ortodoxia judía más estricta, cuestionando certezas inveteradas, relativizando
normativas hasta entonces intocables, moviéndose libremente por espacios y con
estilos que los oficiales de la religión judía consideraban escandalosos,
redimensionando valores…; y, sobre todo, predicando un Dios y un proyecto de
Dios que consideraron imposible e inaceptable para sus esquemas tradicionales.
Y eso, para ellos era signo, por decirlo suavemente, de que no estaba en sus
cabales, además de suponer un peligro para la familia y para el Estado (cf. Jn
11,48).
Quizá, en el fondo, no andaban tan
equivocados en su diagnóstico. Jesús no era “normal”, no encajaba en aquella
“oficialidad” socio-religiosa, no formaba parte del paisaje “tradicional” y,
además, es que no lo pretendía.
Frente a la “cordura”, compatible
con tibiezas y rutinas, Jesús era un ser “alternativo”; encarnaba la “locura”
del amor y de la libertad. No encajaba en las estrechas casillas de los
intereses familiares y de los esquemas religiosos en curso, rutinarios y
oficialistas; los desbordaba y, por eso, “está loco”. ¡Dichosa locura! San
Pablo la reivindicará para sí (1 Cor 4,10) como signo de identidad apostólica.
Y es que hay “corduras”, también en la Iglesia, que no son sino expresión de la
opción por la mediocridad, la oficialidad, la rutina, el moralismo, la tibieza,
el desamor…
Aceptar a Cristo significa participar
de su “locura”, que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios, pues “lo necio de Dios es más sabio que los
hombres; y lo débil de Dios es más
fuerte que los hombres” (1 Cor 1,25); una “locura” que debería ser un
carisma esencial en una Iglesia que pretenda más ser fiel a la paradoja
evangélica que a encajar en ciertas “lógicas” humanas, muchas veces inspiradas
en miedos, prudencias, hipocresías, en
ansias, en definitiva, de mera supervivencia.
Pero en el relato evangélico hay
otro hecho chocante: su posicionamiento ante sus familiares. Jesús da una
muestra más de su libertad interior; no se deja hipotecar. No se distancia de
su familia, solo marca los horizontes de la nueva familia: el cumplimiento de
la voluntad de Dios. Y ahí destacó con fidelidad particular su madre, la que
cumplió con fidelidad la voluntad del Padre (Lc 1,38). Y de esa familia
formamos parte nosotros, si asumimos los criterios de Jesús como criterios de
vida, sin desanimarnos en las dificultades (segunda lectura) ni escondiéndonos
en nuestro pecado (primera lectura).
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Articulo mi fe en un lenguaje
existencial cristiano?
.- ¿Participo de la “locura” de
Cristo o de la “cordura” mundana?
.- ¿Espero en el Señor, en su palabra?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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